¿Recuerda cuando la cuesta de enero sólo se registraba precisamente en ese mes, en enero?
Era en aquellos años una frase popular que marcaba una pequeña etapa en la cual, tras los excesos decembrinos en cuerpo y bolsillo, la mayoría afectada la aplicaba como una circunstancia temporal que aunque pesaba en la economía hogareña o profesional terminaba por nutrir al anecdotario, porque por lo general se superaba.
El presente arroja una diferencia abismal, ominosa, casi brutal, con ese antecedente décadas atrás temido y ahora, ¿quién podía haberlo imaginado? hasta añorado.
En ese transitar cuesta arriba, el mes de enero engulló desde hace un buen tiempo a febrero y lo que es peor, desde unos años atrás, marzo parece haber congeniado en ese sentido con los meses que le preceden, para integrar un trío infernal que mantiene semivacías las carteras y bolsas de la inmensa mayoría de pobladores de este bendito país.
Simplemente no hay dinero. Especialmente en el gobierno, sin excepción de órdenes de administración. Y sanseacabó. Esa es la realidad que dejó de ser una percepción.
Quisiera con el alma en la mano –si eso fuera posible– tener una explicación para los millones y millones de mexicanos que sufrimos esa crisis, pero en su lugar lo que salta ante su servidor es una duda. La expongo:
Durante muchos años, por lo menos treinta del siglo pasado, uno de los señalamientos más pertinaces contra los gobiernos sucesivos eran los derroches suntuarios, los desmanes presupuestarios y el alegre gasto público en obras y apoyos sociales. Las críticas a ese estilo se centraban en la falta de control sobre los recursos.
Eran ciertos esas apreciaciones. Efectivamente había abusos en gastos y despilfarros, pero en ese aparente caos algo sucedía: a pesar de ese símil de mercado persa, siempre había dinero en el gobierno para hacer lo necesario y hasta lo superfluo. Como dice la voz popular: no había miserias.
El presente y el pasado cercano del país, como decía la nana Goya, es otra historia.
Desde principios de esta centuria, se aplican en el sector público federal controles gerenciales sobre ingresos y egresos; los presupuestos son definidos con base en estrictas mediciones de escenarios potenciales, la vigilancia sobre el buen uso de los recursos oficiales la envidiaría un penal de alta seguridad –no de México ciertamente– se etiquetan las asignaciones para evitar que las inversiones se desvíen a otros destinos y se establecen rigurosos filtros para no permitir “colados” a la hora de meter la mano a las cajas fuertes.
¿Y cuál ha sido el resultado de todo esto?
Lo que estamos viviendo: No hay dinero. Ya no para lo trivial –aunque Calderón sí tuvo mil millones para su estela de luz– sino para lo necesario, para lo básico.
No hay dinero federal para mantener el apoyo a los abuelos, no hay dinero para las históricas despensas, no hay dinero para arreglar una carretera, no hay dinero para mantener escuelas. Vamos, no hay dinero para conservar el empleo de cientos de miles de burócratas.
En resumen, no hay dinero para impedir que seamos protagonistas reales de otra lección de Mafalda en una de sus tiras, en donde al pasar cerca de su padre y de su madre los escucha decir ¡Ay Dios! con un gesto compungido.
Al oírlos, la reflexión infantil –disculpe la falta de apego literario– es lapidaria:
“Es curioso como al acercarse el fin de quincena, todos se vuelven más religiosos…”
Cualquier parecido con lo que ahora sucede, es sólo coincidencia…
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