A mí me encantan las nubes. Cuando viajo por tierra o por aire no paro de admirar la belleza de las nubes.
Cuando fui niño, un libro escolar me apasionó: “Sobre las nubes de América”, que nos hacía viajar y soñar por la geografía de nuestro continente.
También, entre las muchas técnicas de dibujo es un placer ejercitar el ojo de los discípulos con la observación de las nubes que producen formas caprichosas.
Las nubes de tormenta, las nubes grises, las nubes con el arcoiris, las nubes de panza negra que cargan el agua. Las nubes son las colchas de los dioses y de las diosas.
Esponjadas como nalgas, nubes pasajeras que a lo lejos se esfuman como dice la canción y que nos enloquecen.
Las nubes maravillan. Se presume con ellas y son ejemplo de vanidades. Se dice “anda por las nubes”, que se cree mucho, o cuando te prometen y te bajan las nubes. Y cuando se dice anda por las nubes.
O que el tiempo está nublado, porque se avecina la tormenta.
Las nubes son hermosas, retratan nuestras vidas. Es festín para los ojos de poesía. Se gozan como frutas de almíbar, como si fueran duraznos de Vulcano.
Porque las nubes también son fuego en los labios del paisaje a nuestros ojos.