Cuando Donald Trump propuso edificar un afrentoso muro en la frontera, sabotear la integración económica bilateral y expulsar a millones de mexicanos indocumentados, la opinión mundial lo condenó como un gesto despótico, incapaz de frenar las oleadas migratorias y el cruce de civilizaciones. Sin embargo sus primeras acciones de gobierno confirman la intención y obligan a los actores afectados a repensar los parámetros de su relación con los Estados Unidos.
Las barreras artificiales que pretendan contener fenómenos demográficos, necesidades económicas o impulsos libertarios, acaban convirtiéndose en testimonios arqueológicos de la ignominia. Sirven para la afirmación temporal de las potestades imperiales, mientras se acumulan las demandas sociales que terminan rebasando los diques levantados. Generan fermentos de cambio en la periferia amenazada y al final determinan nuevas correlaciones estratégicas e inclusive cambios de época globales.
Sin existir un plan de contingencia, ni menos una respuesta articulada del gobierno mexicano frente a proyectos inequívocos de Washington, los actores económicos internos empiezan a buscar soluciones diferentes a las que durante más de treinta años habían adoptado; contrariando sus propias prédicas frente a nuevas realidades. Así se explica la promoción del empresariado mexicano por la elevación del salario, cuya caída drástica ha estado en el origen de la parálisis de nuestra economía.
Habría que recordar la fallida profecía salinista: ¿Para qué queremos mercado interno, si nuestro mercado es el mundo? Desde entonces ha ocurrido todo lo contrario: México tiene hoy una balanza comercial crecientemente deficitaria con todas las regiones del mundo salvo con norteamérica. Explícitamente la política de Trump pretende clausurar esa ventana que había derivado de las inversiones norteamericanas, las remesas de nuestros compatriotas y una relación petrolera favorable a nuestro país. La suspensión del proyecto de Carrier en nuestro país y las medidas tendientes a incautar los ingresos de dólares hacia México, provoca un movimiento indispensable y absurdamente relegado: la ampliación de nuestro mercado interno.
El impulso para elevar el salario mínimo, que ha venido promoviendo consistentemente el Gobierno de la Ciudad de México, no provino de los sindicatos -como en las grandes huelgas de los años setentas del siglo anterior- sino de Coparmex. La organización, en consulta con empresarios de todo el país, propuso aumentar el salario básico cuando menos hasta la línea de bienestar establecida por el Coneval. Los secretarios de trabajo y economía celebraron la iniciativa y archivaron el argumento sobre el peligro de la “elevación de índice inflacionario”. Retratación inesperada tras de decenios de imposición de salarios bajos por decreto.
Se antoja una parodia histórica que hasta ahora vengamos a descubrir la “evidencia de que los salario mínimos contradicen la letra y espíritu de la Constitución, que han estrechado dramáticamente el poder de compra, incrementado la informalidad laboral, sumido en la pobreza a millones de familias, multiplicado la migración y frenado la tasa de crecimiento”. Precisamente los argumentos que la izquierda consistente ha esgrimido desde 1988.
El crimen sin castigo de la parte mexicana en la negociación del TLCAN fue haber excluido la libre circulación de las personas y confinado a un “acuerdo paralelo” el tema de las relaciones laborales y de la igualaciones de las condiciones de trabajo, sin fuerza obligatoria alguna, en dirección diametralmente opuesta a los fundamentos sociales de la integración europea e incluso a las disposiciones del TPP que han detonado la exigencia de un “piso parejo” en el escenario laboral de los doce países en concierto.
Los tiempos de la explotación asimétrica de la mano de obra llegan a su fin y con ellos la inicua política laboral proseguida en México. Influye sobremanera en este viraje el temor frente a una inminente catástrofe en la economía nacional. La moderada elevación de los salarios mínimos ocurrió el mismo día que el director del Banco de México tiró la toalla ante la cercanía de la tormenta y afirmó que el tema de los salarios era irrelevante. No lo vio bien ni mal, sino todo lo contrario. Lo que resulta indicativo frente al descomunal incremento de la deuda pública, la depreciación del peso -a punto de transformarse en devaluación- acompañada de una fuga masiva de capitales y una indetenible volatibilidad de los mercados. Es hora de fortalecer a la sociedad y reconstruir los fundamentos de la economía interna.