Las declaraciones y acciones de los gobiernos de México y los Estados Unidos respecto del alcance de las amenazas de Donald Trump transcurren bajo el signo del doble lenguaje y más parece una comedia o tragedia de equivocaciones que una relación entre estados soberanos. Es inexplicable que el Ejecutivo apresure en el Congreso dos iniciativas de reforma sobre “seguridad interior” dirigidas a profundizar las operaciones de las fuerzas armadas en el combate al narcotráfico. Sobre todo después de la filtración de la llamada del presidente norteamericano, en la que anunció la posible intervención del ejército de ese país para combatir a los “bad hombres” del nuestro.
Una torpe volubilidad que nos arranca cartas de negociación y presión en la antesala de la revisión del TLCAN, imposible de ser emprendida sin la reconsideración del ASPAN (2005) y la Iniciativa Mérida (2008), las cuales nos mantienen atados al esquema de seguridad de Norteamérica, considerada como una región. Este conjunto de instrumentos nos incorporaron de facto a la esfera doméstica de los Estados Unidos y nos sometieron a la vigencia de la “Ley Patriota” en nuestro territorio. Como una burda reacción a la ilegitimidad política de las dos últimas administraciones que prefirieron la militarización del país a un cambio racional de políticas en el combate al crimen organizado.
El propio Secretario de Economía ha externado que las actuales negociaciones deberán comprender temas tan relevantes como la seguridad nacional. Por su parte el General Cienfuegos aseguró en diciembre que “la labor del Ejército no es perseguir delincuentes, no estudiamos para ello”, sostuvo que sería el primero en “levantar las dos manos para que las fuerzas armadas regresen a sus cuarteles y reanuden sus tareas constitucionales” y remató que la “seguridad no se resuelve a balazos”.
En días pasados el Instituto Belisario Domínguez presentó un informe en el que se confirma que la política seguida “no redujo la violencia existente en el país” y que cuando fue puesta en marcha no existía una crisis de seguridad susceptible de justificar el despliegue de los operativos armados. Decisiones que jamás han sido explicados a la opinión pública mediante un diagnóstico creíble.
El Congreso de la Unión pa-
reciera ignorar hechos irrefutables e insistir en una abdicación constitucional, a través de la aprobación de un proyecto destinado a dotar a las fuerzas armadas de un marco jurídico para realizar acciones de inteligencia contra “amenazas” a la seguridad interior. La modificación de los artículos 28 y 29 de la Carta Magna permitirían suspender garantías individuales sin controles ni transparencia: la supeditación del gobierno y de la sociedad a la autoridad militar. Más le valiera procesar una iniciativa congelada sobre la política exterior de Estado que establecería mandatos y otorgaría instrumentos para la conducción de nuestras relaciones con el exterior.
En un momento de máxima vulnerabilidad del país, resulta inaceptable encadenarnos de modo irreversible a servir a la seguridad de otros en detrimento de la nuestra, al tiempo que se convoca a una inexistente unidad nacional. Representa además una falsa escapatoria frente a la necesidad más urgente del país que consiste en repensar nuestra política de desarrollo interno en todos los campos. Ello nos obligaría a adoptar un concepto contemporáneo de seguridad para enfocarla simultáneamente desde sus dimensiones nacional, económica, social, jurídica y humana. En esta tarea confluyen los principales capítulos de la agenda nacional, con independencia de los signos ideológicos y las banderas partidarias.
Se antoja un contrasentido que, frente a la pérdida de rumbo y la inocultable decadencia de las instituciones, una endeble clase gobernante pretenda soslayar las evidencias empíricas y los programas integrales contra las adicciones como las que ha promovido la OEA y la Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia que comprenden tanto la despenalización de la marihuana, como la atención prioritaria a la salud y a la elevación de las condiciones de vida de la población. Una enérgica política de salarios haría posible el rescate de parte considerable de los más de quinientos mil individuos reclutados por la delincuencia organizada en México, como lo registra una investigación de la Universidad de Harvard. En vez de la seguridad de las fosas, un cambio radical de estrategia que nos condujera al renacimiento del país.