Cualquiera que observó el evento del martes pasado en Los Pinos, pudo notar los rostros fruncidos de los presentes. Ni una sonrisa de protocolo se le escapó al presidente Enrique Peña Nieto o a su gabinete que lo acompañó a un evento con empresarios, igualmente serios, que fueron a contarle lo que habían hecho por los miles de mexicanos que en el sismo del 7 de septiembre en Oaxaca y Chiapas, se quedaron sin nada. Los empresarios, que dijeron haber tenido pérdidas por 10 mil millones de pesos en esa región, la más pobre del país, dieron apoyos por cuatro mil millones. El presidente no se contuvo. Agradeció lo aportado, pero dijo que más apoyos serían bien recibidos. Nadie dijo nada. La tarea de reconstrucción, para la mayoría de quienes asistieron a ese acto, está en marcha. En Oaxaca quizás los oyeron, pero saben que la realidad que viven, no es la misma de la Ciudad de México. Allá, la crisis es profunda y sin fin.
El sismo de hace dos meses fue de 8.2 grados, y desde entonces ha tenido unas 10 mil réplicas de 4 a poco más de 5 grados de intensidad. La parte más afectada es el Istmo de Tehuantepec, donde vive aproximadamente el 30% de los casi cuatro millones de habitantes de Oaxaca, en donde impactó en tres naciones indígenas, la zapoteca, los huaves, y los mixes. En esas zonas, el sismo los mantiene en vilo. En Guevea de Humboldt, en la Mixe baja, piso cruje. No se mueve, pero hace ruido constante, por lo cual no quieren empezar a reconstruir sus viviendas. En la montaña hay una fractura que parece un deslave, por donde se está desgranando permanentemente la ladera. En la parte de arriba, el sismo abrió una grieta a cuyo alrededor surgieron borbotones de agua caliente. ¿Qué está sucediendo ahí?
Nadie lo sabe. Los lugareños juran que está naciendo un volcán. Lo que sí se sabe es que el miedo sigue apretándoles el alma.
En Juchitán, en la zona costera, la comunidad más cerca del epicentro, la tierra zumba, como aviso de un nuevo sismo. Esta ciudad, devastada en el centro, es la más atendida de todas en Oaxaca, pero está lejos de ser la más necesitada. Por ejemplo en Santiago Astata, en la zona mareña, dos meses después del sismo, siguen los ríos de mierda por los derrames de aguas negras causadas por el colapso de los malos drenajes. En San Mateo del Mar, la sacudida hizo que el agua saliera de los pozos, que se llenaron de tierra o se azolvaron. Los que no, tienen sal. Los pobladores empiezan a sufrir de necrosis en los pies por las enfermedades bacterianas ante la falta total de capacidad para potabilizar el agua. Ahí mismo, el mar se retiró de la costa 30 metros y aún no regresa. Los peces, tampoco.
Los daños son tan cuantiosos en algunas zonas, como invisibles en las mediciones oficiales. Según el censo gubernamental, hay 60 mil viviendas afectadas –en cada una de ellos viven un promedio de ocho personas-, pero de acuerdo con quienes conocen la zona, la estimación se dio sobre aquellas propiedades que estaban construidas con materiales sólidos. En la zona ribereña abundan las casas de morillo –que son pequeñas vigas de madera- y palma, muy ligeras, que no se cayeron. Quedaron enterrados. Hoy apenas se puede apreciar al ras del suelo la parte superior de los morillos. ¿Qué tipo de fuerza fue la que los hundió? El misterio
sólo se explica por la violencia del sismo, que hizo desaparecer esas viviendas que, por lo mismo, no fueron contabilizadas en el censo.
Las postales de la tragedia no permiten entender la magnitud de lo que se vivió y se sigue sufriendo en la zona del Istmo de Tehuantepec, donde la sicosis probablemente ha tenido un impacto mayor en las niñas y los niños, los adultos de la tercera edad y los discapacitados, que en esa región se encuentra la mayoría de los que habitan en el estado. El gobierno federal se metió de lleno a la tarea de reconstrucción, que sin embargo parece haberlos rebasado en sus cálculos iniciales. En esa zona la gente mantiene una enorme desconfianza frente a las autoridades, pero por la incertidumbre sobre hasta dónde van a llegar, cuánto más van a estar y en qué momento los volverán a abandonar. La desgracia es continua. Las capacidades productivas no han podido ser reinstaladas y dependen completamente del gobierno federal y el estatal.
Los desastres no son naturales, dijo hace unas semanas en una entrevista de prensa Robert Glasser, representante especial del secretario general de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres. Según Glasser, los desastres ocurren cuando el fenómeno natural se combina con la gente y su vulnerabilidad. Siguiendo su racional, el sismo del 7 de septiembre fue un incidente en el Istmo de Tehuantepec. Lo que ocurre ahora es un desastre, cuyo reflejo fue el acto del martes en Los Pinos. El evento de caras largas fue de números, como si el mero enfoque cuantitativo fuera la solución. Cuánto aportaron, cómo lo dieron y a quién lo entregaron. Quién da más. Qué bolsillo es el más solidario. Dar así, no basta y es un insulto ante las comunidades devastadas en el Istmo, donde la realidad retumba todos los días bajo sus pies, literalmente, y no, precisamente, por la retórica oxidada de todos los días en la Ciudad de México.
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