Que Javier Lozano brinque de un partido a otro para contratarse como gatillero sicario a las órdenes de un nuevo patrón, no tiene nada de sorprendente: la mayoría de los políticos no deja que las convicciones o la ética se atraviesen en su camino. Lo que llama la atención es que un partido abra los brazos y encumbre al que hasta unos días antes escupía sobre sus cabezas. Peor aún, tendríamos que preguntarnos ¿cuán descompuesto está el clima político para que los asesores de José Antonio Meade hayan concluido que se requiere a un buleador profesional para encarar la campaña electoral?
¿Qué lleva al PRI a convertir a este provocador contumaz en vocero de su causa? El fenómeno Trump, supongo. Una lectura superficial de lo que sucedió en Estados Unidos podría concluir que el camino a la presidencia se esculpe a golpes de tuits soeces, políticamente incorrectos, estridentes. Si creen que Trump está en la Casa Blanca gracias a sus insultos y a un comportamiento de barbaján para con sus rivales, entonces el fichaje de Lozano cobra sentido.
Incluso el propio Meade desde hace unos días ya había asumido esta estrategia. Dejó atrás la estudiada imagen de buena persona no-rompo-un plato, para subirse al ring y retar a López Obrador y a Ricardo Anaya. Alusiones al patrimonio del tabasqueño o a la novatez del joven candidato panista, por no hablar de duros reclamos a la corrupción de sus rivales. Las diatribas de Meade fueron muy aplaudidas por sus seguidores, aunque el resto del país no pudo dejar de pensar en el típico refrán “el burro hablando de orejas”.
Acusar a sus competidores de ser corruptos minutos después de abrazar efusivamente al líder petrolero Romero Deschamps no es precisamente el mejor de los timings.
En todo caso Meade es un Trump muy poco convincente. Javier Lozano, en cambio, se ha preparado toda su vida. Originario de Puebla pero capitalino de siempre, es egresado de la Escuela Libre de Derecho donde conoció a Felipe Calderón, aunque militó en el PRI bajo cuyas siglas llegó a ser oficial mayor y subsecretario de Comunicaciones y Transportes en
el sexenio de Ernesto Zedillo. Caído de la gracia de la cúpula priista, en 2006 se vinculó a Calderón y se las ingenió para ser ungido secretario del Trabajo y Previsión Social.
Desde este puesto, Lozano se haría célebre por algunas batallas épicas. Con el sindicato Mexicano de Electricistas, con los trabajadores de Cananea, con el sindicato de sobrecargos, con el periodista Miguel Ángel Granados Chapa o con el empresario chino Zhenli Ye Gon, a quien terminaría acusando de difamación luego de que el contrabandista intentó implicarlo en temas de lavado de dinero. En estos y otros desencuentros, Lozano se caracterizó por su estilo rijoso y rudo, y por su gusto para ventilar en público y sin aparentes filtros sus humores y sus fobias. Dentro del calderonismo el ahora ex senador desempeñó el trabajo sucio para atacar y enlodar a los rivales de su fracción (entre
otras cosas enarbolando duros epítetos contra Enrique Peña Nieto y los que hoy lo han contratado).
La incorporación de Lozano, además, tiene un segundo propósito. La batalla entre José Antonio Meade y Ricardo Anaya será feroz y despiadada porque ambos intentarán convertirse en beneficiarios del voto anti lopezobradorista. La única oportunidad que tienen de ganarle al líder de Morena es capturando el voto útil de su rival, es decir, fusionando en la práctica al segundo y al tercer lugar. De aquí a junio Meade tiene que convencer al electorado conservador que Anaya se ha desinflado y que él es la única alternativa viable ante AMLO. Javier Lozano podría ser clave porque proviene del PAN, conoce sus trapos sucios y, mejor aún, está dispuesto a ventilar la basura, real o presunta, en una arena
pública que nuestro personaje suele convertir en paredón.
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