En algunos espacios he leído y he escuchado que la democracia mexicana se encuentra en plena adolescencia, en analogía con esa etapa de la vida humana donde los cambios llegan de golpe, sin aviso, y provocan trastornos internos que, dependiendo de la circunstancia personal (familia, amigos, educación, madurez), pueden ser de magnitudes normales a peligrosas.
Bajo este entendido, se dice que la democracia mexicana es adolescente porque la gente recién despertó de una “niñez” en la que fueron mimados, explotados o simplemente ni cuenta se dieron de lo que su clase política les hacía.
Sin embargo, me parece que esto no es así. La democracia mexicana más bien se encuentra en una etapa de “chavorruquez”, esa persona en edad adulta que continúa comportándose como adolescente.
El hecho de que la democracia mexicana sea “chavoruca” implica que la mentalidad colectiva (políticos y sociedad, si se permite la división) no ha madurado y que no se han aprendido de los errores del pasado ni se han visualizado los aciertos.
A pesar del esfuerzo para fortalecer instituciones, en lo público y en lo privado, la clase política sigue repartiendo espacios a manera de herencia o peor aun como título nobiliario, haciendo enorme publicidad a las decisiones tomadas sin un gramo de sensibilidad política, y la sociedad lo aplaude.
De igual forma, el sector privado mantiene un escepticismo notable ante el combate a la corrupción, es decir, una posición ambivalente en el tema. Mientras exista un beneficio el silencio es la regla, cuando no, la posición crítica se encumbra.
La democracia mexicana está lejos de avanzar hacia una madurez que nos permita encontrar soluciones a problemas centrales como la inequidad, la pobreza extrema, la mala educación. No podemos ponernos de acuerdo ni siquiera si fue primero la gallina o el huevo; queremos un gobierno moderno, transparente y honesto, pero no sabemos ni por dónde empezar.
A OJO DE BUEN CUBERO
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