La globalización pareció brindarnos un camino seguro para el crecimiento económico, así fuera tan solo el de algunos sectores con tecnología avanzada y asociados a la inversión extranjera. Estos sectores crecieron de manera acelerada, crearon algún empleo, y se nos dijo que el resto de la economía seguiría el ejemplo y la modernización terminaría por incluir a todos.
Nos convertimos en una de las economías más globalizadas del mundo, mucho más, en términos relativos, que la economía norteamericana. Presumimos ser uno de los países con más tratados de libre comercio; aunque el 81 por ciento de nuestras exportaciones permanecieron concentradas en los Estados Unidos.
La decisión de abrir la economía nacional a las importaciones y la inversión externa, tuvo un fuerte contenido político. No se trataba tan solo de una nueva racionalidad económica. La elite buscaba deshacerse de las corrientes nacionalistas que propugnaban por un camino propio en el desarrollo industrial y rural, que habían sido notablemente exitosos y se asociaban al fortalecimiento del consumo mayoritario.
Pero el punto de origen había sido la expropiación de la tierra, la regulación estatal del mercado de granos, el control del comercio externo y la intervención directa en la economía. Todo lo cual era visto como contrario al sector privado, restringía sus campos de expansión y limitaba su rentabilidad.
Así que la lucha contra el modelo nacionalista se pintó de modernización, apertura, libertad de mercado y, sobre todo, alianza con los grandes capitales externos a los que se invitó a traer su dinero y modernizar el país. Pudimos presumir, por años, de ser el país de mayor inversión extranjera directa, mayor inversión de cartera y mayores ganancias en la bolsa de valores. La alianza fue exitosa y en ella fincó su seguridad la elite nacional.
El costo para las mayorías fue enorme. La población se empobreció, el poder adquisitivo del salario mínimo real se redujo a la cuarta parte; los productores campesinos fueron abandonados por el estado, la mayoría de los profesionistas del sector rural, de la noche a la mañana se vieron ante un futuro desolador, y el país tuvo que expulsar a alrededor de 15 millones de mexicanos. Millones de familias fueron semi destruidas.
Ahora la situación es trágica porque el alto costo pagado nos compró un boleto globalizador que ya no lleva a ninguna parte. El mundo se transformó y el gran país vecino, cuyo modelo imitamos en versión patito, cambia, o se convulsiona, sin que tenga claro su rumbo.
Que Trump le advierta a Rusia que le van a llover misiles “bonitos e inteligentes” en Siria es muy llamativo. Lo es también que el FBI haya cateado la oficina y vivienda de su abogado personal. O que una oleada de congresistas republicanos declare que no luchará por su reelección por desencanto o temor a que los barra el partido demócrata. La Casa Blanca norteamericana es un espectáculo de todos los días. Pero de todo ese novelón hay que resaltar lo que más nos puede afectar a los mexicanos.
Trump primero le puso aranceles a importaciones de productos chinos equivalentes a 50 mil millones. China respondió con medidas similares, entre ellas aranceles a la importación de soya norteamericana y a otros productos agropecuarios. El golpe apunta a la base electoral rural del Donaldo, lo que lo enfureció y anunció aranceles a otros 100 mil millones de dólares de mercancías chinas.
El golpe es fuerte porque alrededor del 40 por ciento de las exportaciones de soya norteamericanas van a China. Este país lo emplea para alimentar a su enorme producción de cerdos y para producir aceite.
Coincide con que la agencia ambiental norteamericana ha incrementado de manera notable las dispensas a las refinerías que les permiten reducir o eliminar el etanol que por ley añaden a la gasolina. El etanol proviene del maíz y la medida reduce su demanda y empieza a golpear a los productores de Estados Unidos. Se agrava la crisis de sobreproducción del sector agropecuario norteamericano.
Muy posiblemente esta es la razón principal por la que Trump ha metido reversa y ahora plantea la posibilidad de afiliarse al TPP11, la unión de once países de la cuenca del pacífico. Es decir que, con la negociación adecuada, intentará volcar hacia ellos los excedentes agropecuarios norteamericanos. Sin olvidar que su primer objetivo explícito en la renegociación del TLCAN es favorecer a su agricultura.
México tiene un comercio crónicamente deficitario con los países de este tratado, que podría agravarse al entrar en vigor en 2019. En particular las industrias del calzado y del vestido le piden al senado que no lo avale, que no lo ratifique, porque se encuentran en grave riesgo con sus miles de empleos.
En Malasia y, sobre todo Vietnam, se han seguido estrategias de apoyo público que los han convertido en potencias textiles y del calzado. Sin olvidar que este último país se convirtió en el gran productor cafetalero del mundo, mientras en México se dejó el sector a su suerte.
Cuando Estados Unidos le puso aranceles al acero chino la Cámara Nacional del Acero pidió, y obtuvo, del gobierno mexicano medidas restrictivas a las importaciones de ciertos tipos de acero cuya sobreproducción y abaratamiento internacional la amenazaban.
¿Tomará el gobierno mexicano medidas para evitar impactos negativos en los sectores textil, del calzado, la producción de soya y maíz, el sector cafetalero y otros? O seguiremos campantes en una estrategia de libre mercado de alto costo social. Es un camino fracasado en buena medida porque no se vio, como en China o Vietnam, acompañado por una estrategia de apoyo gubernamental y de fortalecimiento del mercado interno.
No obstante, nuestras elites parecen pensar que las alternativas son sólo dos: profundizar en la globalización dogmática o, lo que temen, un “regreso al pasado”. Más vale que se pongan las pilas, abandonen su simplismo y diseñen un blindaje para estos sectores empresariales, como paso necesario a una estrategia de fortalecimiento del mercado interno y mayor equidad e inclusión de todos los mexicanos.