Improvisan. Es normal. Hay un cambio de partido en el poder, otro proyecto, nuevas personas. Quieren hacer cambios, muchas cosas nuevas, pero no tienen mucha experiencia. Mejor dicho, tienen mucha experiencia como oposición pero poca como gobierno. Apenas vienen llegando, no conocen, están aprendiendo. Además, tienen prisa. Hubo un montón de compromisos. Hay presiones. No tienen tiempo ni para establecer prioridades. Todo demanda atención. Todo es importante. Todo urge. Insisto, es normal. Hasta cierto punto.
Confían. Y también, se entiende. La épica de Andrés Manuel López Obrador es absolutamente improbable. ¿Quién hubiera dicho que un funcionario menor dedicado a organizar comunidades chontales en Tabasco sería Presidente cuarenta años después? ¿Quién hubiera imaginado que todavía tenía futuro electoral tras su derrota en 2006 (o en 2012)? ¿Quién hubiera creído que después de tanto tiempo en la política mexicana alguien podía mantener esa reputación de austeridad, honradez y compromiso social? ¿Quién hubiera apostado a que apenas cuatro años después de crear su propio partido iba a ganar con semejantes mayorías la Presidencia y el Congreso? Su historia es un testimonio vivo de aquello que decía Agustín de Hipona: el precio del hombre es su voluntad. Y la suya ha sido francamente inquebrantable, ejemplar. De veras, se entiende que confíen tanto en él. Hasta cierto punto.
Estos atributos, la improvisación y la confianza, han sido el sello de la transición. Y es probable que lo sean también de su gobierno. La cuarta transformación no va a transformar a López Obrador, a su equipo, ni a sus adeptos: va a revelarlos. Lo mismo, por cierto, que a sus críticos, opositores y detractores. Los eventos y la fortuna jugarán su parte decisiva, pero las cartas ya están sobre la mesa.
En materia de seguridad, por ejemplo, López Obrador se ha decantado por una continuidad que no se atreve a decir su nombre. La decisión sorprende por el giro que
representa contra lo que prometió en campaña. Pero no por lo que dice en cuanto a su forma de tomar decisiones ni a su modo de justificarlas.
Nadie esperaba que sacara a las Fuerzas Armadas de las calles en cuestión de meses. Tampoco que su estrategia consistiera solo en amnistías, becas y abrazos no balazos. Pero ¿quién hubiera esperado que optara por darle rango constitucional a la militarización de la seguridad? La decisión no está basada en ningún diagnóstico o estudio (que sean públicos, al menos). No está inspirada en la experiencia de algún caso exitoso. No está avalada por ningún grupo de especialistas. No responde a un cambio abrupto en las circunstancias. Tampoco es producto de un debate abierto y vigoroso. La decisión se desprende, aunque él mismo se niegue a reconocerlo, de un cambio de opinión del Presidente electo. ¿Por presiones del Ejército? ¿Por información que desconocía? ¿Porque al escuchar a las víctimas le pareció una opción aceptable? Quién sabe. Un día anuncia una nueva Secretaría de Seguridad, al otro día instruye la creación de una Guardia Nacional que deja prácticamente sin razón de ser a dicha Secretaría. Así decide. Sobre la marcha. Improvisando.
A pesar del brutal desaprendizaje que entraña su decisión, buena parte del lopez-obradorismo está alineándose con ella. No importa la evidencia, abultada y contundente, que apunta en sentido contrario. No importan las deliberaciones y los argumentos desarrollados, con esmero y dedicación, durante años. No importan la convicción ni la vehemencia con la que antes defendieron la causa opuesta. No importan las inercias institucionales, la falta de controles efectivos, la necesidad de soluciones con raíces locales, la desconexión con el sistema de justicia, la ausencia de un horizonte de largo plazo. No importa siquiera el costo personal ni reputacional de desdecirse tan de la noche a la mañana. ¿Por qué? Porque es lo que ha decidido López Obrador.
Y López Obrador les genera confianza.
Ojalá funcione. Es lo que hay.
@carlosbravoreg