La información que produce el gobierno y la palabra del gobernante son cruciales. Si la información no se produce, no se hace pública, es de mala calidad, se manipula o se vuelve incomprobable, ocurren muchas cosas malsanas para la democracia.
Se priva del instrumento más valioso para la toma de decisiones, se falta a la obligación de rendir cuentas, se impide que los ciudadanos evalúen el desempeño. Incluso, se comete un acto de corrupción. Todo esto además de que los gobiernos pierden credibilidad y confianza.
En las democracias consolidadas, las páginas oficiales o los documentos públicos –sin importar si son producidas por las propias agencias gubernamentales o por órganos autónomos– son considerados como fuentes confiables de información. Incluso hay países en los que la información gubernamental transita por la revisión de académicos y/o expertos en la materia.
La información es decisiva en los asuntos públicos porque toda decisión tiene implicaciones para amplios sectores de la población y porque sus efectos pueden ser duraderos e irreversibles.
Tiene, además, otro propósito fundamental: evaluar en tiempo real o con posterioridad el resultado de los compromisos adquiridos, las metas fijadas y las consecuencias de las decisiones adoptadas. Es un instrumento de rendición de cuentas para el elector, pero, sobre todo, tiene, al menos potencialmente, un efecto correctivo.
Finalmente, la información es el cimiento del debate público y base del diálogo, la negociación y los acuerdos en las sociedades plurales. Si cada quien maneja “sus” datos, el debate se vuelve estéril.
Las fuentes alternas de información, aquellas producidas por la academia, los órganos autónomos, las organizaciones de la sociedad civil, los think tanks, la prensa y las agencias internacionales son igualmente importantes. Si éstas se toman seriamente, constituyen primera y fundamentalmente herramientas para una mejor toma de decisiones. No hay por qué asumir que su propósito es la descalificación o intento de deslegitimación del gobierno en turno, pero sí un contrapeso indispensable a una visión unilateral.
En México estamos pasando por un mal momento que, pienso, se debe revertir. Tenemos menos información disponible que en el pasado, el titular del Ejecutivo maneja su propia información misma que se contradice a menudo con la de su equipo y, la de las propias fuentes oficiales y es, en muchos casos, inverificable. Aquí algunas evidencias.
•Menos información: las bases de transparencia presupuestaria (SHCP) que solían presentarse trimestralmente como el desglose del gasto federalizado por entidad o la información de obra pública no se han actualizado en los últimos dos trimestres. Estamos a ciegas. El Censo del Bienestar es el secreto mejor guardado.
•Información propia: los datos ofrecidos en seguridad durante las mañaneras difieren de los del Sistema Nacional de Seguridad Pública; sus cifras sobre las licitaciones versus las asignaciones directas son opuestas a las publicadas en CompraNet; el secretario de Hacienda ofrece un pronóstico de crecimiento y el Presidente, otro.
•Descalificaciones: el secretario de Comunicaciones afirma que el NAIM no fue cancelado por actos de corrupción y el Presidente le enmienda la plana; el de Seguridad Pública dice que los fondos de la Iniciativa Mérida van a la Guardia Nacional y AMLO lo desmiente.
•Información inverificable: a menos de cuatro meses de haber iniciado los programas sociales, se reporta en un discurso un 60% de avance en el gasto federal destinado a programas sociales y la cobertura de 14 millones de personas; el robo de huachicol ha disminuido en 95%. ¿Cómo comprobar estos datos?
•Inconsistencias: una sección del PND promete la reducción de 50% de índices delictivos de alto impacto y la otra en 15.6%. ¿Contra cuál de las dos cifras medimos el desempeño?
Añada un último ingrediente:
•Desprecio: descalificación de la alerta de impacto ambiental del Tren Maya y la termoeléctrica de Huexca hecha por estudios de la OCDE o de la Refinería Dos Bocas por el IMCO.
La opacidad, los sesgos, las imprecisiones, falsedades o ficciones contribuyen poco a la certidumbre, a la democracia y a la eficiencia. Sobre todo en un contexto de cuasi monopolio de la palabra.