La visión de la justicia de la 4T es extraña. Su reivindicación es señal de identidad del gobierno y soporte de su promesa de pacificación del país, pero parece entenderla de muchos modos, admitir distintas interpretaciones, y por consiguiente, da lugar a dudas, incertidumbre y confusión.
El Presidente y su mayoría, por igual, presenta una Ley de Amnistía con el propósito de reparar errores de la justicia a miles de inocentes encarcelados, pero relega la reforma penal e incluso fortalece la prisión preventiva oficiosa, a pesar de vulnerar la presunción de inocencia y alimentar la fabricación de culpables.
López Obrador no desaprovechó el simbólico Grito y envió al Congreso una iniciativa preferente de amnistía como muestra de la prioridad de su gobierno para resarcir el daño a encarcelados con culpabilidad dudosa o de plano inocentes, que permanecen ahí, incluso sin sentencia.
¿Cuántos inocentes hay en cárceles mexicanas?, la respuesta es difícil porque la mayoría de las detenciones se dan en flagrancia, a partir de delitos menores, o que nunca ocurrieron, o de las que ni siquiera fueron responsables.
Hasta 40% de ellas podrían ser arbitrarias, de acuerdo con estimaciones de INEGI.
El planteamiento es correcto. Resarcir injusticias a miles sin un juicio justo, con las garantías legales adecuadas entre grupos vulnerables, indígenas sin condiciones mínimas de defensa, mujeres encarceladas por abortar o sus médicos, jóvenes con delitos contra la salud en situación de pobreza u obligados por el crimen, sin mancha de sangre y sin futuro si van a prisión.
El problema es que la mayoría de esta clase de delitos no es de competencia federal y quedan fuera del beneficio, a menos que los estados secunden la iniciativa. A juzgar por el alcance, la iniciativa parece más un mensaje político a favor de la reconciliación, para la pacificación del país, a partir de un gesto de benevolencia o clemencia del Presidente; una muestra del perdón pacificador que defiende López Obrador más que una estrategia para recuperar el Estado de derecho, cuya pérdida lo confirma precisamente la prisión injusta a través de prácticas como el chivo expiatorio o la tortura.
El reforzamiento de la prisión como parte de la política punitiva de la guerra con el narco ha sido una mala idea, muy costosa y que agrava la crisis de derechos humanos para miles de personas expuestas a la injusticia judicial.
La población penitenciaria creció a partir de su declaratoria por el gobierno de Calderón en 2006 hasta alcanzar su pico en 2014 con 255,638 internos en prisiones, pero comenzó a descender con el sistema penal acusatorio, que eliminó el ingreso automático a prisión bajo el principio de presunción de inocencia.
No es fácil establecer una relación causal entre ellas, pero la tendencia se invirtió nuevamente en 2019, luego de que se aprobara otra reforma penal que amplió el catálogo de delitos graves y extendió la prisión preventiva oficiosa.
La reforma penal adversarial, sin embargo, duerme el sueño de los justos y en parte es revertida por el relanzamiento de la prisión oficiosa, que ahora podría alcanzar hasta a defraudadores del fisco.
El mundo de la justicia de la 4T es raro porque auspicia iniciativas magnánimas para la reconciliación, mientras endurece la pena contra el delito, con mayores facultades al Estado para perseguirlo, sin detenerse en las violaciones a derechos humanos y la anulación del sistema penal acusatorio.
La coexistencia de políticas represivas y la amnistía sitúan a ésta como una especie de acción de gracia presidencial, sobre todo si el beneficio no se acompaña de una reforma judicial que rescate a la justicia, para evitar que las cárceles funcionen como “bodegas de seres humanos”.
La amnistía, como plantea la iniciativa, es limitada y aislada cuando lo que está en juego es dar un paso hacia el Estado de derecho. Es loable reparar errores en primodelincuentes y rescatar del crimen a jóvenes narcomenudistas o mujeres encarceladas por abortar, pero mucho más desactivar una maquinaria que aniquila inocentes o los convierte en carne de prisión.