Ciudad Victoria es el lugar donde el viento del norte termina. Aquí se queda metido entre la gente, haciendo pequeños remolinos, revolcando la ropa de los tendederos. El norte también es un fresco cuando más calor hace, es un aire acondicionado repentino.
Aquí confluye el viento huasteco que se filtra entre la sierra con el de la costa en épocas de lluvia como ésta, cuando a Victoria le llueve por donde quiera o por donde puede. También hay temporadas de sequía que ocasionan escasez de agua en un lugar donde escasea aunque la haya.
Si alguien sopla deja ir lo que ya fue una palabra, una sonrisa, un dolor que se escapó de los labios. Uno es el viento si va muy recio, sube por las paredes, aprieta las ramas para que crucen las calles y para que la gente se salve y llegue feliz o cuando menos que llegue. Entonces los pájaros cantan, cuando no falta nadie en la fiesta.
Pero el viento trae las hojas y las lleva por las aceras, las repega en las cercas y van correteándose unas a otras en su paraíso de calendarios y fotos para el National Geografic. En el Paseo Méndez los jardineros se quejan del exceso de hojas, pero las hojas amarillentas no los escuchan y toman la ruta de los bulevares, la misma ruta que hicieron los pájaros.
Dicen que al fresno no se le caen tanto como a las plantas exóticas que mudan su cabello. ¿Quién las trajo? Las trae el otoño, por eso los árboles comienzan a quedarse pelones. Entre los mangos y los aguacates criollos, en el centro de la ciudad llegó a haber muchos mezquites, pero también cítricos.
Una parvada de aves según su especie escoge los árboles, según su gusto escoge las plagas con que alimentarse y alimentar a sus crías que para estas fechas ya ensayan su vuelo arrojándose al vacío ellas solas.
Durante una tormenta la ciudad es una caja de música y una fuente de nubes rojas, ahora puede llover tranquilamente sobre las casas. Es un paisaje al pastel si la miras de lejos, la tarde es irse borrando del mapa hasta desaparecer en cualquier calle antes de llegar a casa. Y ahí estás. En las sombras de los ficus donde antes había pitayas o en las canchas de handball que antes fue un parque de beisbol.
Eso traen las hojas a veces que marchan por el diecisiete y algunas se rezagan adrede, quieren ver las habitaciones de los habitantes, quieren saquear el silencio de las casas solas y de los negocios pendientes, lo que se fueron antes y toda la gente que sale solo a la calle 17.
La ciudad insiste en su nobleza heredada, en su estirpe de gigante, por eso resiste el paso de los carros, el ruido de las aplanadoras, los pozos que se hacen, los metales sembrados , los papalotes de humo que respiramos. Por eso llueve, por eso truena y relampaguea.
Cuando no hay agua y los pájaros no pueden inventarla se marchan a morir a un lugar desconocido. Puede usted seguirlos hasta el último minuto de su vida y la del pájaro, y el sitio donde cavan su tumba es un enigma.
La historia de las aves la cuentan los vientos, proceden de donde mismo y los árboles son canciones vibradas de otro tiempo, los pájaros de las calles son los mismos de todos los tiempos, la misma fotografía de gorderos en las banquetas, los pichones en las iglesias y los chiquillos asombrados dándoles chetos.
Es cierto que a veces víctimas de un mal entendido mueren electrocutados, pero mueren entonces, no se van al cielo, esos los encuentra uno tendidos en el suelo, como una cascara de plátano. Otras veces esos chiquillos de la zaga de mata pájaros los asesinan con un tirador metálico o con un rifle de diábulos, pero son los menos.
Lo cierto es que nadie sabe si existe un cementerio natural de pájaros. En victoria ya deberíamos saberlo con tantas aves, con gorriones por ejemplo en las copas de los árboles, las palomas de alas blancas que últimamente invadieron lo patios y los techos de las casas. Con gorderos y mirlos que se llevan bien con todos y las urracas diáfanas y distinguidas dueñas de la casa.
HASTA PRONTO