La taza -que no alcanzó a llegar al lavabo pues fue la última en terminar- permanecía sobre la mesa. Junto a ella el resto de los objetos que prevalecían estaban desordenados, algunos sumamente relajados lucían tendidos sobre el mantel blanco que reflejaba la luz mortecina del breve café.
Abajo de la mesa todavía se podía oler el perro que había salido hacía rato.
Conocedora de su condición inmóvil la taza sabe de su escasa posibilidad de movimiento. Abajo de esa mirada la taza contempla su delgada base por donde muchas veces resbalaba el agua. En sus dedos imaginarios todavía se podía presentir la suavidad de la mano que la había sostenido hacía rato. Nostalgia pasajera, pensó ella. No supo si era un joven o era un viejo con quién había estado. Pero eso ahora no importaba. La vida era esa sucesión de pasos, para en seguida volver a donde se acomodan los trastos.
Al rato otra mano más fuerte la sujeto con firmeza y esta vez la colocó en el lavabo donde la lavaron con la propiedad acostumbrada y ella con esa solemnidad que nunca pudo abandonar desde su porcelana sonrió amablemente al resto de la manada de sartenes. Sin duda en momentos como ese extrañaba a una amiga que se había quebrado, justo ahí en ese lugar donde ahora le comenzaba a caer el agua
Cuando quedó lista del todo, la colocaron sobre un aparador, donde había otras doce como ella, entre otras muchas diferentes. Y aun así era fácil distinguirse entre ellas aunque fuesen de la misma marca y del mismo tamaño, pues no habían sido sujetadas por lo mismos labios ni siquiera por la mañana habían sido acariciadas por sendos caballeros que quizás las habían apretado, habrían abusado de su debilidad y de su contenido amargo. Pero la reflexión no iba muy lejos simplemente para eso había nacido.
Desde ahí vio todo el ajetreo del pequeño café. Le gustaba estar allí viendo el rostro de los clientes a quiénes siempre miraba como si fueran de casa. Y después siguió de nuevo la rutina, alguien la levantó de donde estaba, la volteó y le sirvió un café espumoso tal como a ella misma le gustaba.
Pudo sentir de nuevo el blandir de unos dedos sobre su asa y después sintió la caricia en los bordes de un par de labios y se vio resbalar ligeramente inclinada para envasar en la boca, la de él, el contenido del café express.
Esta vez sintió que se estaba emocionando de a gratis, ella que nunca lo hacía, incluso siempre había pensado que eso de emocionarse con los humanos era una verdadera tontería, tarde que temprano ellas eran cambiadas por otras y los clientes iban y venían en esa efímera vida. Muchas tazas eran despedidas aún muchachas por sólo una pequeña arruga.
Nadie se avergüenza de saber que una taza tenga sentimientos, porque hable con esa precisión de su existencia. Ella, cuyo nombre y marca aquí quiero omitir, reflexionaba acerca de su vida. Pensaba si era mucho o era poco lo que ella estaba haciendo. A veces como todas las tazas en la soledad, su vida le parecía vacía y era muy larga esa espera hasta mañana para ocuparse de su misión. Eran pocas las tazas que preferían quedarse en casa o quedarse dormidas con las que estaban ya dañadas, con las más viejas y oxidadas. Ahí en ese triste vestíbulo donde el siguiente paso era ser sustituido.
La taza siempre vio cómo iban llegando de una por una tasas mucho más jóvenes. Las viejas muchas veces se iban sin decir adiós, pues amanecían muertas, despedazadas abajo de los armarios. En lugares inexplorados como el baño.
Quizás por eso ahora con aroma nuevo observa al joven muchacho. Le presta atención de veras y siente su aliento muy cerca, muy cerca del más cerca de los cercas. Distancia desde la cual un buen cazador taza una taza, un buen catador de café mejor dicho, absorbe un buen trago.
La taza asintió el trago en su boca ancha. Los labios habían atrapado una gran parte de su ancha boca y a veces permanecían allí por un buen rato. Cuando que notó que él exageraba un poco, ella forcejeó para zafarse, para disimuladamente caer o derramar un poco de café y así distraer a ese extraño concursante. Ella con tanta experiencia no iba a dejarse chamaquearo por cualquiera.
Así que conocía el proceso. Él la cambiaría ligeramente de lugar donde estaba, no mucho, la llevaría varias veces a su boca hasta terminar el contenido y dejarla ahí viéndole la espalda. Esta vez, pensó ella, no sabía tampoco por qué pensaba esto, qué mosca le habia picado, si el cliente era tan común. Pero había sentido esta vez los labios como si fueran de porcelana y sin embargo no pasaban de ser simple carne, algo que no se quiebra, algo muy blando. A ella, a la taza, le había gustado la proximidad de su cara, la de él, que una y otra vez la miraba. Entonces el instante precioso se volvió un rito, un pequeño monasterio emocional, un instante fugaz.
De modo que no lo pensó mucho y tal vez no sólo para eternizar ese encuentro maravilloso entre un objeto y un hombre que comienza a ser adulto, el chico agarró la taza que por otra parte quién sabe si también lo necesitaba y se la echó a la bolsa de la chamarra.
NADIE LOS VIO SALIR
JUNTOS DEL BRAZO.
La tasa se fue con él porque de todas formas sí hubiera ido. Es cierto que él no le pidió permiso y qué más de rato a ella la andaba buscando al dueño. Para qué les cuento que saliendo de allí el muchacho fue y la vendió a otro establecimiento.
Ella sintió la oscuridad de la bolsa negra y fría dónde iba. Qué cambios tan dramáticos y repentinos tiene la vida, pensó.
La taza luego que la sacaron de ahí fue vendida al carretón de la esquina.
Ahí fue donde la reconocí y en un descuido de su falso dueño la robé y la llevé a casa. Su edad intermedia le permitía una extraña belleza, una belleza bonita, por decir algo a lo cual usted no se resista. Una belleza plena, guapa y madura y de una condición casi humana, que por momentos pensé que me hablaría.
Y a pesar de que la quería para mi, la devolví el restaurante. Pero ya cuando iba a entregárselas me arrepentí.
Está ahora en mi casa. Es la taza en donde bebo café. A veces la llevo conmigo. Le escribo esto porque dije que le iba a componer un corrido. De seguro le va a gustar, se emocionó mucho cuando se lo dije. Y no, no estoy loco, ambos sabemos que sólo habitamos una especie de sueño, y sé que cuando ella se quiebre, yo también me iré haciendo pedazos.
HASTA PRONTO.