“La lluvia repiqueteaba incesante en los techos de lámina como si quisiera atravesarla con sus pequeñas espadas y luego cuesta abajo en su rodada formaban pequeños arroyos en las escurrideras de los tejados y más abajo, en el suelo, huía de las miradas de las hormigas coloradas”
Ya no llueve como llovía antes en Ciudad Victoria. Llovía a borbotones por las tardes y las visitas que venían de otras ciudades asomaban por la ventana y veían como la casa era el barco que naufragaba entre gruesos borbotones de agua.
Granizaba y caía nieve o por un año dejaba de llover. Pero eran temporadas largas, lluvias no tan espontáneas y asustadizas como ahora que si las anuncias, las asustas, si reclamas llueve de verás y en un rato se inunda la ciudad.
La lluvia repiqueteaba incesante en los techos de lámina como si quisiera atravesarla con sus pequeñas espadas y luego cuesta abajo en su rodada formaban pequeños arroyos en las escurrideras de los tejados y más abajo, en el suelo, huía de las miradas de las hormigas coloradas.
En las orillas de la lluvia, llegando a la esquina del agua, donde ya deja de llover, hay un sitio donde no ha llovido, hay luguares secos pegados a la pared en las marquesinas del cine Avenida, por esa calle hay puertas donde cada vez sin mojarte corres, encuentras un alerón grande de un restaurante que cerró pero abrirán otro, lo sé por qué están pintando. Los trabajadores dejaron afuera las brochas y se precipitaron adentro y me estaban mirando todo el tiempo.
Eran lluvias que te daban chance de platicarlas porque no se quitaban, luego te echabas un sueño y cuando despertabas ahí estaban todavía, como el dinosaurio.
Por la tarde la lluvia se llevaban los barcos a altamar y los regresaba por la noche antes de que uno despertará. Para entonces sólo quedaban pequeños riachuelos con algunas libélulas moradas. El sol picando las orillas del agua.
Tal vez porque llovía la ciudad era más verde y porque era más verde por eso lluvia. Los pájaros cuando dejaron de cantar dejaron un hueco en el aire. Un hueco árido donde no llora una nube.
Llovía, llovía tan intensamente que parecía que nunca se iba a quitar y la gente se asombraba porque se quitaba. Y el agua malvada volvía más noche, más tarde y agarraba por sorpresa a la señora afuera de su casa con la ropa tendida de un garabato. Y entonces llovía en la ropa llovía en las hojas de los árboles y por abajo de las casas.
Por un tiempo los victorenses habitabamos un océano. De nuestros habitaciones salían peces de colores, pequeños flotadores, llantas de cámaras para flotar por las calles y cruzarlas nadando.
La lluvia aquella es ahora un cristal transparente para ver el pasado con los ojos de ver este presente lleno de nostalgia. El agua es la nostálgica analogía de una lágrima que escurre por la mejilla un día cualquiera sin avisarnos.
El año pasado ya no llovió como antes. Puede que todo esto sea cíclico y que las largas temporadas de lluvia vuelvan, pero pienso como heráclito: no serán las mismas lluvias. Aún siendo abundantes no mojaran las mismas espaldas ni nos juntaremos los mismos como antes.
Los niños de hoy ya no hacen barquitos de papel, no saben lo que se pierden.
Un barco de papel era un clásico para los niños de entonces en los salones de clase y los avioncitos también. Había niños pequeños ingenieros que los construyen con un mínimo esfuerzo, los menos nunca aprendieron, pero siempre en el marco de una negociación consiguieron uno.
Todos tenían un barquito de papel que los llevara al otro lado del mundo. Muchos de aquellos niños nunca volvimos a tierra firme.
HASTA PRONTO.