Corría apenas el tercer año del gobierno de Enrique Peña Nieto cuando salieron a la luz pública minutos y minutos de conversaciones entre directivos de la constructora española OHL y prominentes funcionarios del gobierno federal.
Con el control político que por entonces todavía ejercía el peñanietismo, poco se hizo en torno a los audios que desnudaban -por lo menos- graves conflictos de interés de secretarios de estado.
En las largas conversaciones en las que se repartían halagos, se ofrecían estadías en lujosos resorts, y lo más grave todo, se intercambiaban datos de reuniones privadas, se mencionaba con insistencia el nombre de uno de los más cercanos al entonces presidente: el todavía entonces director general de Pemex, Emilio Lozoya.
La tempestad pasó, pero en el ocaso del sexenio detonó otro escándalo de corrupción internacional, que cimbró a la política de todo el continente. La firma brasileña Odebrecht había sobornado a presidentes y funcionarios de todo Latinoamérica, México incluido. Y una vez más el apellido Lozoya salió a relucir como el principal sospechoso de recibir grandes cantidades de dinero a cambio de contratos.
Ya en plena cuarta transformación, un nuevo escándalo doméstico marcó la suerte del ex director general de Pemex. Se destapó el caso Fertinal, una planta chatarra que la empresa estatal compró a Altos Hornos de México por 635 millones de dólares.
El golpe de la FGR parece sólido, y la mala noticia para los funcionarios del sexenio anterior es que está lejos de ser un caso aislado. El mismo Alejandro Gertz Manero ayer declaró que Lozoya es un engranaje importante, pero un engranaje al fin, de una compleja estructura armada para saquear al país.
Es difícil saber hasta que nivel llegarán las indagatorias, y si el ex presidente Peña Nieto está a salvo, pero seguro que muchos de sus amigos y él mismo, ayer no pasaron una buena noche.