“Durante varias horas del pequeño apocalipsis de la tarde, pasan las golondrinas a tomarse la misma foto que aparece luego en las postales y en las canciones vernáculas de una estación de radio. Los muros viejitos sostienen las palabras dichas por primera vez antes de que comenzara la lluvia”
La casa es como una sombra que va y viene todo el tiempo, un albañil que construye una barda de cristal y luego la derrite, en la noche es arena sobre los pies desnudos.
La casa es un árbol sembrado en la calle; debajo, las raíces se mueven en el pasto del mosaico.
Con el tiempo la casa hizo otra casa adentro y todos, quienes ahi viven, hicieron otra. De modo que cada uno abrimos las puertas y las ventanas propias que antes fueron de los que ahí han vivido.
Las manos de sus habitantes son poleas, cuerdas para arrear velas simulando cortinas atraídas por el viento. Desde su refugio secreto, descubierto hace mucho tiempo por un hijo pequeño, la casa hubiera seguido escondida, a no ser por el sol y los días de lluvia, por la generosidad gruesa de la intemperie.
En el azúcar que hay sobre la mesa, el tiempo hizo dunas, montañas movidas por la fe sobre el borde de una taza, en lo que se oye el rimbido de un coche que pasa.
Aquí hay doctores, ingeniero y panaderos, músicos, mecánicos, parchadores de llantas y una sala es una charla sin muebles sobre un moticulo de tierra.
Después del sonido hay trinos extraños, desconocidos pájaros buscadores de su rama filosófica. El sentido contrario topa con un muro y el pensamiento cambia con los años para abrir un nuevo camino. Un paso más lerdo que los haga viaje, memoria, recuerdo.
En el librero viven los caracoles de todos tamaños, extraviados de una primavera confinada por los virus. Quienes leen escuchan el silbato de las pequeñas caracolas que soplan por las narices el cántico de estornudo.
Los que ahí habitan son Juan, Remedios, Pablo, José, María auxiliadora que lava la ropa y la tiende en la popa cuando el viento arrecia. Hay esfuerzos por tapar el rayo de sol que entra por un orificio del tejado de lámina. Ahí déjenlo-grita una señora- es mi espada. Recita.
En los espejos de la residencia viven personas que saludan a los que despiertan. Pero todos duermen. La casa duerme para que vivan los que ahí sueñan tras bambalinas a una mujer bonita, que no despierta nunca, que siempre viva.
Entre otros, en ese vidrio, había niños confundidos en el vecindario del chavo del ocho. Llantas que rodaron a una sola mano y se fueron lejos. Yo digo que huyeron a los tiempos aquellos con sus canicas, sus trompos, sus baleros y sus luchas libres, con fichas y sin refri.
En la casa hay cientos de gatos y los ves con solo cerrar los ojos. Hay termitas y hormigas trepadoras del infinito, siempre las hubo, no es de extrañarse la pintura de mil colores en el abstracto de las paredes.
Durante varias horas del pequeño apocalipsis de la tarde, pasan las golondrinas a tomarse la misma foto que aparece luego en las postales y en las canciones vernáculas de una estación de radio. Los muros viejitos sostienen las palabras dichas por primera vez antes de que comenzara la lluvia.
Encallada así, la casa es un árbol encantado a un lado del camino. Después llegaron todos a meterse y platican entre ellos. Se dicen que sí, se envuelven con agua, se abrazan después de que un zancudo pasa como un helicóptero. Se vuelven a ver las mismas caras que bien a bien no habían visto por falta de tiempo y por la marea alta de los edificios.
HASTA PRONTO.