Un día llegó un señor a la casa y cuando lo ví ya adentro en el patio noté que llevaba un tripié, que a la vez sostenía una cámara fotográfica. Era una especie de caja cubierta por una tela negra. Como una araña patona.
Luego metió su cabeza para que no viéramos que nos estaba viendo, pidió una sonrisa que esbozaron nerviosos los tíos más grandes e hizo con un cerillo una pequeña explosión de pólvora que nos iluminó y luego se apagó como un flashazo de los de ahora, pero de fuego.
Con razón todos nos habíamos bañado.
En esas fotos que he visto una y otra vez a lo largo de mi vida, salí yo de niño con todos y yo solito. Tengo la piel renegrida. Ocupo un sombrero que no me pusieron, se palpa lo precario del tiempo.
Ésta foto fue hace como cien años qué va usted a recordarla. Pero para eso son las fotos. Para dejarlo a uno ahí plasmado, aplanado, sujeto, dibujado en un espacio brevísimo del tiempo. Expuestos así, fotógrafo y retratado quedan impunemente en las manos de la crítica.
Está ahí el perro que siempre se cuela en las fotos históricas. La foto en la pared cien años después desprende los orificios de otra época. La época posrevolucionaria de México.
La fotografía evoca el sitio, el año correcto, los nombres de las personas que faltan en una lista del reverso.
Ahí está el tío Julián Hernández que fue cacique del pueblo y alcalde unas 15 veces. Está la pared cuarteada donde no fusilaron a nadie, pero hubo una casa y después otras. La barda sigue ahí para las fotos.
Toco hoy la fotografía y hay polvo en litigio, el marco está limpio pero el aire es un proceso intacto. No se lleva los muebles de madera de cedro de Líbano. Hay polvo vintage, derruidos espacios y cinco personas. Mi tío es el de en medio y el más viejo. El de bigote ralo.
Un día llegó el fotógrafo a la casa y tocó a la puerta. Alguien, no supe quién, abrió y el que entró dijo que era el fotógrafo.
Los cinco retratados aparecen con los ojos muy abiertos, como frente al pelotón de fusilamiento. Lo que es no estar acostumbrado. Trémulos todos, mi tío tiene los dedos juntos, viste un saco oscuro militar, dos botas muy altas y no se ve qué pistola traiga. El resto es tropa y tripa. Ayudantía, animadores con revólver que después se vio en la usansa cinematográfica.
Ignoro a qué hora me tomaron a mi la foto donde salgo solo aquel día. Salgo prieto y gordo, ese no soy. Llevo años viendo esa foto y la he negado. He andado en el sol, he comido para obtener la panza redonda y el color de aquella foto en blanco y negro y no lo logro. Debió ser la sombra de un árbol, de esos que se llevaron los almanaques.
Toco la foto y estornudo polvo. Es memoria la que sacude el pensamiento. A dónde iría el fotógrafo con sus imágenes instantáneas, su viejícima Polaroid de banqueta, de banquetes, de parques y juegos.
Soy el fotógrafo ese con el tiempo, estoy en la puerta. Tomo fotos de una fiesta. En la boda, en la graduación digo en cuál sitio pasarán a la historia.
Un fotógrafo es un fotógrafo aunque haya otros que tomen fotos. Eso se defiende cien años después, con una sola foto, la que nos hizo llorar o reír.
Pues tómela por el ángulo que guste o mande, la vida es la misma, es única y sucesiva, y sólo es posible detenerla mediante una fotografía, aun cuando hay otros artistas que dibujan la figura humana en términos hiperrealistas.
La descripción literaria puede ir más allá de lo que ven los ojos pero no igualar el momento del clic. Ese instante que nació para quedarse. El último instante es irrepetible e imposible si queremos llamarle de algún modo. Está entre el artista y la musa.
Hoy en día, en la proliferación de quienes toman fotos, el instante que queda juega con la imagen en la imaginación. Cada quien escoge un pensamiento en el momento de la foto. Cada uno habló, dijo algo en secreto. No supo qué decir. Luego el flash y los días de gloria o el olvido borrado entre miles de fotos en una memoria de 2 Gigas.
HASTA PRONTO.