No cualquiera firmaría como yo esta carta. Me he quedado callado al escribir una rosa como si la estuviera viendo. Una rosa roja, hay muchas, dirían las personas si me escucharan sin verla. Pero esta es la que regalo, la que escogí del otro lado de mí yo interno y foráneo.
Al escribir, la rosa abre paulatinamente como quien emprende un largo viaje tres veces en uno mismo, según los pétalos. Luego el perfume puntual que no falte en la carta por avión con estampilla azul y el monumento a la revolución.
Tres veces ahora que la escribo repito el sonido rojo como un silbido terso de los pétalos, la rosa queda en el alma y allí he dicho unas palabras con el permiso del respetable público:
Te regalo esta rosa que escribo bajo el solsticio, en una fuga tenaz de tinta al cuaderno de rayas. Imagínala en mis dedos, en el bolígrafo que se desliza por una avenida repleta de jardines.
La crónica incluye los días sin verla. Antes de los jardines y del monte alto, mucho antes de que hubiera mahuacatas y personas que pisaron el suelo. En este momento escribo la luz que da de lleno en lo claro de los espejos de los carros. Llevan una rosa en el reflejo, llevan un color rojo en los labios que van viendo de reojo.
Es temprano y todavía oscuro cuando las rosas rojas aparecen, surgen de un desván del filósofo, de un desvanecido poeta que la piensa. Hoy la vi repentinamente como se mira un paisaje por primera vez. En seguida escribí que llevaba un saco, dos pétalos de par en par al cielo, mirándome. De esta manera adquirí la fama suficiente para escribir los ojos vistos en el rocío, desde luego abiertos, grandes y profundos, donde desde el sol se viese como una estrella roja tiritando entre las hojas.
Bebo café en la penumbra. La sombra de la rosa va y se queda en la pared rugosa, va uno y la toca y tiembla. Con
el mismo sol pasó la rosa encandilando los cristales de las ventanas que están más cerca que lejos, se puede ver cómo se asoman los silencios de los arbustos y encima dos pájaros, eso puse.
En este marco de 24 horas, la rosa en otra parte fuese negocio, estuche de monerías, envío de paquetería, acaso confundida. Pero esta es la rosa que tiembla hora en las manos de mis tablas, en los alambiques, en los tanques de agua tan necesaria.
La carta lleva el remitente que no pude omitir a pesar de que el réferi me lo permite. Mi nombre completo, tú crees, para presumir: fui el que puso que la rosa fue a verte, que copió tus labios y tu risa; van mis apellidos y el color de la rosa que dibujé a primera vista, cuando se ven las cosas.
Pero amanece y establezco mi opinión absurda, dejo pasarla, el rojo y el verde se juntan en un acrílico, el resplandor busca el punto de luz que difumina el fondo como a mediodía.
Escribo esta carta con la rosa que no falte a mitad del libro cuando fui estudiante y la imaginaba. Ahora que la veo el borde tiene matices que no había visto, un movimiento imperceptible que se dirige al fotógrafo. De este lado del escenario le he vertido agua, suelo desparramado, y el tiempo que no se vaya.
La rosa es tinta embadurnada en la cara como todas las cosas, pero esta es la que te regalo, tímida, única, la rosa de mi jardín de cactus. Sembrada en el pecho respiro sus raíces, es temporada de rosas rojas, la tarde a veces son hojas solamente sobre el pavimento, pero respiro.
La rosa es un sueño cumplido, baste una palabra en una estación de trenes, por dos antes de conocerse, luego la rosa en medio de ambos emprende el vuelo como una mariposa encantada por el viento del Norte y vuelve a mis dedos de alambre.
Firmó esta carta como es debido en el espejo ingenuo del Narciso moreno, descalzo sobre un libro de Wislawa Szymborska, leído en voz alta.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA