MÉXICO.- Amé los barcos dibujados en hojas del cuadernario. Eran veleros al fondo de un mar con sol y todo. Con el tiempo los barcos de fueron complicando en los papeles fabrianos.
Yo estaba en la secundaria y por ese tiempo debi navegar en aguas serenas y tranquilas. Llovía y grandes gotas caían rebotando en el concreto del patio, libraban una guerra encima del techo y caían juntas en gruesos chorros y pequeños arroyos.
La casa de ese entonces tenía una tía de huésped. Y ahí estuvo en esa parte de mi infancia basándome la nuca. Correteando por oscuros pasillos. Llovía fuerte y caían los frutos del gran mango, aguacates criollos.
La casa era una gran embarcación cuyo capitán mi padre se embriagaba muy seguido. A nadie he tenido ocasión de mostrarle más mi amor y lealtad, pero eso no quiere decir que oculte que el barco siempre anduvo a la deriva. Los barcos como casas recorrían la ciudad a orillas del asfalto.
Chiquillos que corrían o vogaban un rato hasta que lo abandonaban a su suerte. ¿Qué habrá sido de ellos? La habilidad para dibujar barcos tuvo en mí su propio desarrollo.
Los barcos de pronto llevaban tripulación de furiosos marinos, masilentos ayudas, cargadores negros encontrados en la última tormenta. Los dibujos de volvieron grandes buques que conocieron el puerto y los astilleros.
Son hoy parte de mi existencia, de mis ficciones y de mi memoria rapaz. Hay algo de nostalgia en los barcos, el puerto y sus amaneceres junto al faro. El puerto evoca el viaje largo e intenso de la infancia. He visto la noche con un gran barco arribando a la orilla.
Y fui barco de esos que llegaron, así como se fueron. Nadie nos da instrucciones para un naufragio el día que uno elige. Y el hecho de que en cada puerto hay un amor no es un mito desde el barco.
Yo dibujé también grandes contornos por donde se veían las grandes urbes. Ciudades alegres y tranquilas con sus lluvias ligeras de marzo. Es un museo de personas. Es lindo un dibujo donde la tripulación descubre el sexo en cubiertas y plazas de este continente.
Y no mueren de cualquier influenza. Escribí sobre barcos mientras aprendí a amarrar mis zapatos. Escribí de las amarras y de los nudos ciegos con que se sujeta a una dama. Amé esos barcos cuyas esposas en tierra firme fueron fieles, amé más que no lo fueron por hambre. Estuve ligado a un barco inflable que se orientaba por una pequeña veleta.
Lo hice navegar hasta que un día desapareció y tardé en extrañarlo cuando comencé a dibujarlos. Para mi un barco es en donde se viven los años más duros. La vida también, que es un barco a la deriva, hace que la casa jale las venas y las sostenga a muerte.
Cierto día mi padre me alzó, me trepó a una silla en el Hotel Riviera del puerto de Tampico y lo primero que vi fue un barco. Abajo en el embarcadero los comerciantes destazaban un gran pez.
No quería bajar de ahí. No sé si les haya pasado a todos, pero a mí me pasa que los barcos me producen nostalgia, como una noche sigilosa cruzando en su luna el gran océano. HASTA PRONTO.
CRÓNICAS DE LA CALLE / RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA
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— Expreso (@ExpresoPress) January 5, 2021