El primer día de don Neto en el refugio, fue incómodo.
Necesariamente, debía compartir cuarto con otro abonado. En silencio, saludó al Profe con quien conviviría. Otra parte del reglamento, era la auto presentación del recién llegado. Se desarrollaba una especie de asamblea bajo
un techo de palma que hacía las veces de salón de actos: 45 sillas ocupadas por hombres y mujeres que con escrutadores ojos lo veían de arriba abajo.
Se presentó con cierto rubor.
–Me llamo Ernesto. Tengo 77 años. Soy viudo. Tengo dos hijos y cinco nietos. Era agricultor.
Dio las palabras de bienvenida y entre aplausos, don Neto pasó a instalarse en su habitación.
El Profe, me diría que por tres días no pronunció una sola palabra. Se sentaba en su silla de palma tejida y por horas, veía desde
la ventana sin mostrar emociones, el reverberante horizonte. La imagen, se cubría de aflicción con el canto de los pichones y la mirada de respetuosa conmiseración de su camarada.
Cuando lo convidaban a jugar pókar o conquián, contestaba moviendo la cabeza de izquierda a derecha.
La invitación a tomar café, le sacó esa primera semana, una palabra.
–¿Cafecito don Neto?..
Diría con un exhalación: –Iiiiiiiii.
Un soplo de gardenias, entró ondeando las cortinas.
Sabía que era cuestión de tiempo para que se asimilara a su nueva familia.
Don Quique, había sido por 35 años maestro de Matemáticas. Mente ágil, iridiscente, privilegiada. Podía sacar resultados, de una multiplicación de tres cifras sin papel ni lápiz. Sorprendía a todos sus compañeros; más por su forma de ver la vida, que por sus talentos intelectuales. Cuando hacíamos fiesta, era el primero en abrir el baile; y lo hacía tan bien, que de inmediato todos se paraban a imitarlo. No dejaba pasar ninguna rola de Rigo Tovar. Y cuando sonaba un danzón, era una delicia verlo en la pista.
Con una sonrisa pícara, alegre,
esperanzadora, presumía:
–Fui padrote en mi juventud, doctor.
Todas las damas se lo disputaban en las fiestas.
Él, siempre pulcro, educado, complacía a todas.
Había llegado al refugio, una
Navidad.
Me dijo de entrada:
–Doctor, vengo a quedarme. Contraria a la conducta de
todos los que llegaban –tristes, agobiados, apenados, abandonadosél se presentó alegremente. Me contó que sus hijos, se habían ido a trabajar para el norte de Estados Unidos y allá habían hecho vida. Su hija, había casado con un ingeniero iraní de la compañía petrolera en donde llevaba la contabilidad; su hijo, se juntaría con una gringa “posesiva como la chingada”.
–Se globalizó la familia. Tengo nietos gringos y árabes–decía socarronamente.
Era tradición familiar, luego de quedar viudo, que sus hijos pasaran la Navidad con él.
El 24 de diciembre, que se sumó a nuestra comunidad, no habían podido llegar sus vástagos. Argumentaron cada uno la imposibilidad de su presencia. Les agradeció que se reportaran e hizo como que les creía sus excusas.
“Se acabó”, pensó.
–Bienvenido profesor–le dije antes de servir la cena de Noche Buena.
Lo considero mi experto cerrajero.
Es insuperable, para abrir los corazones más acorazados.
–¿Cómo te trató la vida Neto?– preguntó al quinto día de cohabitar juntos.
–Chingonamente, profesor. Me dio esposa, hijos y nietos. Y dinero no se diga: un putal de dólares.
–¿Nunca pensaste en irte a vivir con tus hijos? Yo lo he pensado, pero me da güeva irme pal Otro lado.
–No. Dejaron de ser mi familia–dijo desde su silla de ébano.
Presintiendo que don Neto iba directo al choque con la melancolía, el Profe soltó cantarinamente:
–¡Pues alégrate cabrón! ¡Aquí, vas a tener chingos de hermanos!
POR JOSÉ ÁNGEL SOLORIO MARTÍNEZ-MEDARDO TREVIÑO