Un día dos personas se encontraron frente a frente, tan cerca que casi chocan como los carros. Sin semáforo. El uno pudo evadir pronto el golpe que venía de pechito para el encontronazo.
Yo pensé en ese momento en que ambos caían y se torteaban la boca pero no sucedió. No sé por qué pensé en el drama. Ya ve usted cómo enseguida es uno mórbido y morboso.
Pero dos personas pueden ser desconocidas la una de la otra, que podrían saludar si quisiesen pero tampoco lo hacen, entonces al mirarse a los ojos por primera vez como quien descubre un océano, la otra saca sus barcas a nevegar e iniciará una charla, como ocurre comúnmente para no perder la costumbre y evitar que la vida arrastre el tiempo impune.
Desde la otra acera pude ver cómo actúa una persona cuando se acerca a otra.
Sus pasos, los de uno y otro, parecen seguros aunque lo más seguro es que no lo estén. Al contrario, los dos al percibirse buscarán piedras, sacarán un mohoso machete. O se cambiarán de acera despistadamente.
O tal vez el uno ve venir a una y adivina, por el taconeo, el color de sus zapatos altos. Una cosa curiosa que se observa en estos casos.
No sabrían qué decir si una de ellas, o él, salió bien preguntón o preguntona según el género de que se trate.
A dos pasos- que a estas alturas son dos cuadras y unas curvas- el uno no desperdiciaría un segundo a no ser que la una piense lo mismo. Ya se me olvidó qué sigue.
El caso es el desenlace inesperado como sugieren los cánones, que puede tener esa breve historia de encuentros y desencuentros, de amor y odio que es lo mismo.
Nadie sabe y en muchos casos ni querrán saber a quién se toparán durante el día. A eso se dedican los encuentros. A lo inesperado y lo abrupto, a lo propio y lo ajeno. Y sin embargo los encuentros se dan más seguidos de lo que uno desearía. Se dan a cada rato, si uno los cuenta, nombre son un chingos.
Imagine que usted y yo nos encontramos. Bueno yo en principio soy buen tipo y claro, como todo, con el tiempo me voy descomponiendo en partes, pequeñas porsiones putrefactas. Y usted claro, del otro lado del espejo será de aquellos o de aquellas que pasen de largo y al final de la calle ni usted ni yo nos volveríamos a ver en esta vida indiferente.
En el transcurso del tiempo encuentras objetos innecesarios y otros de valor incalculable. Los objetos inmisericordes, al calor de un buen café o de una mala copa se encuentran entre ellos y eso nunca se sabe. El olor se junta en la calle y se pierde entre el monte. Los colores se difuminan en el blanco de los ojos y aparece un
barco. Las manos se juntan y se separan en tremendos aplausos y en sudorosos saludos de mano.
Hay millones de desconocidos en el planeta. Hay los que portan gafete y dicen que pertenecen a tal o cual agrupación y aquellos desahuciados personajes que suelen encontrarse por la misma cantidad y a la menor provocación, otros que en lugar de encontrarse corren a salvarse.
Hay la legión de honor uniformada y hay la no tan legionaria ni tan honorable. Hay los encuentros deportivos y los encargados del dinero.
Hay los lobos solitarios, los esteparios, los lobos de mar y los de tierra adentro.
Una persona cuando se acerca a otra ya olfateó a gusto el terreno donde el Chanel y el Pierre Cardin del barrio. Y desde lejos sabe por qué no habla una persona, conoce a la que le cae gordo y él a ella.
Por eso cuando una persona se acerca a otra, en el trémulo instante que suele ser inofensivo, también se dan las batallas más crueles y cariñosas. Hay encuentros con abrazos eficientes y bonitos, y otros que duelen mucho.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA