TAMAULIPAS.- Hay señales de agua con los ojos abiertos, los brazos se disuelven en las calles de este cielo estrellado. Al pensar en una tormenta las dos manos hicimos estas noches que se quedaron en los bares, en los de refugios donde cenamos, en las colonias de un lado a otro del cuerpo
Cuando se apaga la luz las paredes vuelven a la casa de su sombra. No la pude cantar por eso la escribí. La ciudad es esta canción de entrada en la taza de café dónde son silbidos las blancas mariposas en las orillas de los labios.
En la más bella de las artes, la canción es audible en este mundo desde un balcón a esta hora, quizás frente a un espejo. En el extremo la canción pernocta antes de beber el néctar de la respiración en un par de voces juntas.
Los hombres y mujeres del pueblo palpitan en sus paredes extendidas, en los huesos los nombres circulan en las listas de los que son y se recuperan las voces en la tarde, en la memoria de la ciudad entera.
El tiempo es un sonido desquebrajado que nadie reemplaza por terriblemente absurdo, como el alcohol en un incendio después de la lluvia.
Hemos bebido agua del río al sentir el fuego y hacer el primer vaso después de las manos. Los victorenses encontramos nuestras huellas y nos vemos apenas adentro de los zapatos.
Más que vernos nos perdemos en penumbra, en el candil del sol, en la depositada mirada del fondo de unos ojos.
Cómo raíces las sombras crecen abajo de las pirámides que forman los grandes edificios. El resplandor es una pluma gigantesca que vuela y se desliza entre las nubes, entre el mar y el cielo verdadero.
Se buscan entonces los ojos tras los cristales, las personas buscan a quienes profesan. La travesía oscurece las espaldas, la sombra cubre la distancia entre nosotros y en las paredes donde el tiempo se dilata.
Cuando llega la noche hay recuerdos. No hace mucho teníamos miedo a los fantasmas y a los poetas nocturnos. El suave y descalzo silencio nos vuelve a dormir despiertos. Escribir oscureciendo con música es una paloma con una rama en el pico, un cielo azul y el vuelo que nos lleve a los sueños.
En la habitación de esas horas, en los pasillos donde uno se filtra, la clarida, las manos que extendemos, poco a poco regresan al cuerpo. Se recoge aire a la vez, un poco de polvo, tiempo violeta como de un abrazo.
Antes inventamos la noche pequeña cuando cerramos los ojos y estallan las estrellas, las luces de los bulevares, los pensamientos, el café con una charla nocturna y cuando los abres amaneces un lunes o quién sabe.
La calle es un arroyo flaco que se va quedando solo con las casas en su campo de batalla. Por siempre habrá flores que desaparezcan a esas horas y vuelvan al día siguiente muy temprano.
Lo que uno a veces no entiende, cómo un parpadeo, sólo abre los ojos y lees las marquesinas del día, sabes cuál es la película del día, cuál es la agenda, cuál el menú, quién llama a la puerta.
En la frontera del calendario, el reloj marca esta hora. Tenemos un rato libre para hacer como somos los unos con los otros, algo que nos conviene. Cualquier otra palabra estorba aunque sea libre. Escribo la palabra que no se dice con los labios secos cuando se hace noche, más que escribir pinto este día en la tarde, y la voy dejando a oscuras.
Dibujo antes de oscurecer, pues no sabría dónde dejé las manos que traje ni dónde las serpentinas en lugar del humo, del garbanzo de a libra, o de misiles reales entre juegos artificiales.
Oscurece en la ciudad sin mojar el sol ni el recuerdo chueco. Sin tratar de entender por qué las palabras estorban cuando llega la noche y aparece la luna, pero la palabra es música, sin ella la luna por más noche que sea no sale.
HASTA PRONTO.