Somos la figura inquietante que más nos mira, un pensador crítico, un iluminado expectador, un poeta conversador del silencio, un hombre de todos los océanos, somos el único habitante de nuestro cuerpo.
Todos los días cruzamos las mismas calles rumbo al jardín y a nuestro patio interior que huele a pólvora, a rara avis, a cacumen ajeno. Todos los días abrimos la puerta de madera, metal o mental que nos muestra el mundo así como el propio baño.
No podría hablar ahí en el baño… lo escribo ahora. A esta hora de los muros rojos hechos tiempo, vueltos tarde de otoño, abandonado ya el tormentoso barco y la última nave, me volví verde y las nubes pelean con el viento, mientras me recuesto en el césped. Digo lo que observo.
Además somos el último habitante del cuerpo y el cuerpo la habitación de un alquiler en ruinas donde hubo plegarias ante un posible derrumbe. Y esa es la ración de tierra.
Palabra y silencio se apropiaron de la existencia como si no pudiésemos vernos a los ojos. Y es por eso. Lo más cercano es un plato de arroz y una exaltación de amor al primer bocadillo. Lo más cercano a estar vivo fue enviado a un costado de la portería y henos aquí soñándonos.
Aún así nos escribimos y hacemos cuentas en las estaciones de la breve memoria. Hasta que alguien nos recuerda la hora y enciende una chispa. El laberinto lleva todo el día en la puerta.
De aquí nos moveremos a otro punto literario, y así hasta el final de nuestra historia de danzantes que dan un rodeo, pero que llegan siempre. Esa es la información, el resto va surgiendo.
Historia y presente, crítica y descripción, mural vivo, pequeño yo, extraordinario indio, imprescindible para la trampa, estoy vivo, eso creo, no soy una traducción mala de Whitman, estoy escribiendo que escribo esto.
Profundamente contradictorios nacimos para eso, para la contradicción. Los años recuerdan las grandes contradicciones pasadas en limpio. La casa es una grieta y es de nadie y de toda la orquesta. Como temas elegimos las variaciones para un debate entre los cables negros de un mismo poste.
Hablamos porque otros se mueven a escucharnos. Son granadas de mano que estallan en los oídos, noticias que dan en el blanco muy campantes como si nada pasara. Y pasa. La figura inquietante nos sigue observando desde su espejo neutro.
Entre la calle montado en rostros, en ríos de miradas leo el alfabeto único y colectivo. El grito en medio de la calle. El tormentoso silencio de la señora que lleva prisa, los seis años que pasaron, las ausencias no escritas, no recordadas, los anuncios, los elementos que nos sugieren la ciudad sonriente.
Escrito al margen izquierdo de la página , en el lado negro del tallo, al borde de mi cuerpo fluyo en laderas de las casas, escapo al despojo de mi nombre que llevo puesto, huyo de mi puesto antiguo, corro al futuro abismal con todo lo que llevo.
Salido de la ropa saludo con mi mano de tierra. Afuera hay para mi una canción no cantada, una inaudible aclamación del público que me abraza en sus llamas, afuera soy yo y mi parodia. Canto paralelo, pregunta que se responde en seco, sin lluvias.
Excavado de una roca, me creo agua de los textos sagrados. Abro la puerta y ahí está el sol con su día. El azul que hay atrás es unánime en el camino de medio día después de abandonar los países asiáticos.
En el mundo del nombre y las formas, en la naturaleza de escribir y leer estoy en el lenguaje, aún no puedo decir que he salido a la calle ni me han ladrado los perros flacos de don Quijote. Tampoco me salió barba puntiaguda ni me dio por ponerme una bacinica en la cabeza.
HASTA PRONTO.
Por Rigoberto Hernández Guevara