En la discusión sobre la reforma electoral que cambiaría radicalmente la elección de representantes populares, y sobre todo la composición del árbitro, se plantean argumentos atendibles desde el deber ser que tienen muy poca resonancia en la ciudadanía. El escenario más probable es que Andrés Manuel López Obrador logre modificar la integración de poderes legislativos, el financiamiento de los partidos y la selección de autoridades electorales.
Académicos y analistas destacan que nuestras reformas electorales, al menos desde 1977, tienen un sello que tiende al consenso. No nacieron desde el poder, sino que desde éste se reaccionaba a demandas de las minorías y/o de la sociedad para mejorar las formas de elección y representación. Por ende, se denuncia que la propuesta de AMLO es antinatura: va contra la tradición de nuestra transición.
Sin estar equivocado, ese argumento pasa por alto que el actual Presidente apela a su mandato para desestimar tal historia. La ruptura de esa continuidad es presentada como una virtud dado que él propuso una cancelación de lo que había previo a 2018, y que ahora actúa en consecuencia.
De modo que por más que se replique que “así no se hacen” las reformas electorales, Palacio Nacional ni se toma la molestia de atender tal reclamo. La reforma va porque el Presidente tiene fuerza y respaldo para impulsarla, ¿por qué usaría tal poder para seguir una tradición de la que no se siente heredero?
La ciudadanía no ha reaccionado a la amenaza que muchos ven y denuncian por una razón. La sociedad se ha acostumbrado a que las elecciones funcionan y escuchar que eso está en riesgo es una abstracción que ve con escepticismo. Es como el pez en el agua. Llevamos décadas de elecciones más o menos equitativas y confiables, por qué un cambio venido desde la Presidencia, que cuenta con buena aprobación, pondría en entredicho tal normalidad. Los críticos del tabasqueño no logran socavar el beneficio de la duda a éste.
Por otro lado se dice que la reforma, al cambiar y reducir la composición de los Congresos, y al hacer que sus integrantes sean por lista y no por voto directo, pone en riesgo la liga de los electores con sus legisladores, y entrega a las dirigencias partidistas más poder en el reparto de las candidaturas. Los hay, sin duda, pero no son representativos los políticos que tienen su propia base electoral. Así que este argumento dice poco o nada a la ciudadanía.
El proponer que consejeros y magistrados electorales sean elegidos por votación es una perversidad, desde luego, de un gobierno que no se ha cortado de abiertamente hacer proselitismo electoral. Pero en general quién negaría que demasiados de estos árbitros no llegaron por negociaciones cupulares de cuotas y cuates.
El sistema de filtros y méritos para la integración de tales órganos tendía a la mejora, pero se había avanzado demasiado poco como para dar por hecho que ya teníamos una cultura al respecto. AMLO sabe lo que hace al endulzar el oído del respetable con la treta de que ahora podrá elegir incluso esos puestos.
Y –otra vez– opositores partidistas y ciudadanos no han logrado transmitir la sensación de peligro como para movilizar a multitudes. Siempre van a trasmano de Palacio.
Finalmente, la reforma pasará porque el partido que solía necesitar presidente o gobernadores para alinearse, hoy ve que le conviene negociar un pedacitito del pastel a atenerse a las consecuencias de no aporrear la piñata. El PRI preferirá ser cola de león que cabeza de ratón.
Estamos ante el fin de una época.
Por Salvador Camarena