Si de manera repentina llegará una nave extraterrestre a México
y tratará de poner en funcionamiento todos sus sistemas computacionales para entender al planeta invadido, sin duda que
fundiría todos los fusibles y reventaría todo el sistema algorítmico.
Sin embargo, tampoco es muy difícil explicar lo que está ocurriendo en México: detrás de la fachada de una lucha política entre grupos sociales plurales antisistémicos contra el gobierno en turno no se oculta ninguna lucha por la democracia, sino que deja ver una disputa por el poder político que tiene que ver con el modelo económico en tránsito: regresar la economía de mercado sin Estado o mantener el viejo populismo de Estado.
Lo que ha vivido México en los últimos días no ha sido una lucha de clases por sistema productivo, sino el jaloneo entre grupos de poder alrededor del Instituto Nacional Electoral, el organismo público encargado de organizar las elecciones y contar los votos.
En términos estrictos, México ha sido siempre una democracia, en mayor o menor medida, pero cumpliendo los requisitos de competencia institucional. El Estado fue dominante desde la Constitución de 1917 hasta la reforma neoliberal de 1982, pasando de una economía de casi capitalismo monopolista de Estado a una economía de mercado con Estado regulador decreciente y mayor actividad privada que fue reforzada en 1994 con el Tratado de Comercio Libre con Estados Unidos y Canadá.
La ruptura política en México fue electoral: en 1988, las elecciones presidenciales padecieron irregularidades severas, el PRI cayó de un promedio de 80% de votos a 50% y la oposición entró en el ritmo de alta competitividad por el poder. Hasta 1988, las elecciones las organizaba una oficina pública dependiente de la Secretaría de Gobernación (algo parecido a Ministerio del Interior), pero con reglas que beneficiaban al PRI como el partido en el poder.
El órgano electoral inició 1990 una serie de reorganizaciones y reformas que llevaron a México a transitar de una democracia centralizada, verticalista y unipartidista a una democracia plural con oposición no rupturista. Lo que en 1988 se vio con horror como un futuro imposible –la alternancia de partido en la presidencia de la República– se consiguió en el año 2000, aunque con un modelo de alternancia de partido pero prevalencia del mismo sistema/ régimen/Estado del PRI.
Es decir, en México se conoce como transición a la democracia solo el cambio de partido por reglas democráticas aceptadas por el PRI en una alternancia que no modificó la estructura de poder ni la vigencia de las instituciones fundadas por el propio PRI. El PAN como partido de la derecha gobernó dos periodos de 6 años, luego regresó el PRI a la presidencia en 2012 y en 2018 volvió a darse un jalón de alternancia hacia el partido Morena de López Obrador, un expriista que fundó su propio partido pero dejó prevaleciente el modelo político social del viejo PRI.
En este contexto, en México no hubo ni alternancia ni transición sino solo movimientos pendulares dentro de un mismo sistema/régimen/Estado de funcionamiento con las reglas del PRI. El Instituto Electoral no es totalmente autónomo, pues depende de la votación de sus funcionarios a través de los partidos políticos y éstos tienen doble representación en el llamado Consejo electoral del Instituto como espacio para la toma de decisiones.
El modelo de Consejo electoral fue una forma inventada por el presidente Salinas de Gortari en 1990 para no crear un organismo totalmente autónomo, pues los consejeros electorales que hacen funcionar al instituto son electos por los partidos políticos que a su vez debieran ser vigilados por la autoridad electoral.
La organización del Instituto Electoral mexicano responde a la complejidad de la política a la mexicana: instituciones confusas que al final ocultan o tratan de ocultar el dominio autoritario presidencialista, estatista y verticalista de todas las instituciones públicas.
El presidente López Obrador presentó una iniciativa de reforma político-electoral para modificar la estructura del Instituto, la cual había sufrido cuando menos dos grandes operaciones a corazón abierto que replantearon su organización original. Pero una coalición empresarios-partidos de oposición organizó una gran manifestación para impedir la reforma del Instituto Electoral, a pesar de que ya no garantiza la funcionalidad de los procesos de votaciones y es urgente una reorganización.
Pero lo que se está debatiendo no es la existencia de la democracia, sino la disputa por el poder electoral que, por cierto, Hugo Chávez demostró su potencialidad política al convertirlo en Cuarto Poder constitucional, adicional a los tres propuestos por el barón de Montesquieu. La alianza de los partidos de oposición con un bloque de poder empresarial conservador y su capacidad de movilización de contingentes sociales está bloqueando la reforma electoral y allí es en donde México está metido en una severa crisis: el actual sistema electoral ya no funciona para la democracia, el partido en el poder quiere reformarlo y la oposición se opone a cualquier modificación.
En este berenjenal encuentra ahora México: una democracia funcional, pero incapaz de ejercer las reglas de la democracia en las cuales la mayoría político-legislativa tiene prioridad en la propuesta y negociación de cambios, en tanto que la oposición minoritaria sale a la calle a bloquear decisiones que se deben discutir en el Parlamento y no en el pavimento.
El caso es que el viejo PRI se refugia en la sociedad opositora y en el partido en el poder y el régimen priista seguirá vigente en tanto México no abandone la utopía de la transición a la democracia para explorar un objetivo más urgente: la transición de la República PRI a una República de leyes e instituciones y no de litigios callejeros.
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