La vida se ablanda como un colchón usado y se repiten en las paredes los espejos con los miedos y risas de labios que resbalan con las babas de los demonios y los ángeles vivos.
Acomodo mis manos en los espejos como las sábanas blancas con que mi madre cubría los espejos de los truenos y rayos en horas de lluvia.
Miro en la noria la transparencia del espejo en la oscuridad y cruzo el agua de la tina cuando mi madre echaba las crines de caballo para convertirlas en serpientes a lo largo de la noche.
Los espejos rodean a los cuerpos en una invasión cristalizada de vanidades, nostalgias y penas en un retrato de pobreza pegado con engrudo en el cartón con portadas del calendario de Jesús Helguera. Nos recreábamos antes de dormir con las imágenes de “Hernán Cortez y La Malinche”, “El Popocatépetl” y los charros cantores.
Mis hermanos, de una estancia a otra escuchábamos los ruidos del amor, las angustias de familia y los dolores de las enfermedades cotidianas.
En los espejos, vanguardia helada rebote mis sueños noche a noche aglutinados en el suelo, en los catres, y en el cartón frío aterrado mientras las tarántulas y los roedores asomaban sus ojillos vidriosos en los orificios de espanto que tendidos en las sombras asomaban sus ojos de miedo.
Corríamos descalzos por las calles empedradas y jugamos a las patadas con bolas de hule, cuero y cartón, con los amigos bajo la única lámpara a la mitad del barrio.
Los dedos ardían y no pocas veces la sangre brotó de los dedos gordos de tanto chutar bajo la luna del amor en el barrio.
Las lunas del ropero y la cómoda contagiaban las miradas indiscretas, los lazos familiares, los pecados nocturnos que brotaban en nuestras cabezas en los delirios adolescentes de complejo de culpa.
La casa papel con el olor a lámina de chapapote de orificios por donde espiaba el viento y cruzaba el frío. Miramos el amor de nuestros padres que apretujábamos con los sueños en las puertas inmensas de la noche con su regadera de estrellas y las lunas desprendidas a la ventana acariciando los rostros de los ángeles guardianes invocados por mi madre..
La casa de madera crujía con el viento de invierno. La casa de las cobijas de lana untadas a la piel donde la “Mujer en el Anafre” litografía de Helguera repetía la sombra de mi madre en el comal de barro, leña y cenizas con los sabores más deliciosos que he conocido en el palmear de las tortillas que coreaba al ritmo de los “Tres Movimientos de Fab” en las radionovelas de la XEW.
La ilustración fue la radio con el polvo del sueño, en la magia de las voces de los cronistas del box y las grandes ligas. La radio en l viejo Philco fue nuestra cultura, la ilustración mas sincera con los ojos abiertos por toda la noche.
El espejo corría por manos y caras como la piedra lumbre de la cura de espanto y el restregar de la albahaca con las siete palabras para ahuyentar al diablo de los cuerpos. “Vente Alejandro no te quedes” la frase repetida siete veces para ahuyentar a los diablos en medio del sueño.
El espejo que daba profundidad a los cuartos de mamparas compartiendo la luz de un foco sonámbulo, cubierto de los truenos en los días de lluvia por temor a sus maldiciones. El espejo tímido y amoroso, la otra realidad del sueño.
Por Alejandro Rosales Lugo