Desde la declaración atribuida al presidente Monroe en 1823 de que América era para los americanos –entendiendo que EU es Estados Unidos de América–, el territorio continental de América Latina y la zona del Caribe han pasado a formar parte del área de seguridad nacional americana.
Washington merodeó un conflicto nuclear en 1962 para dejar en claro en la crisis de los misiles con Cuba que no permitiría la penetración soviética en el espacio geopolítico estadounidense.
Pero la definición de zona de seguridad nacional estadounidense para Iberoamérica no ha llevado a ningún mayor compromiso para propiciar mejores niveles de bienestar y desarrollo y toda la política económica americana se ha reducido a percibir a las sociedades de la región como mercado de consumo de productos, salvo por el proyecto de 1961 de la Alianza para el Progreso que quiso ser una especie de réplica continental del famosísimo Plan Marshall para reconstruir Europa después de la Segunda Guerra mundial.
Los únicos mecanismos legales para un control de seguridad estadounidenses sobre Iberoamérica fueron establecidos en la OEA y los acuerdos de seguridad continental, reforzados por la celebración anual de la Conferencia de Ejércitos Americanos que implicaba sobre todo una especie de supervisión directa del Pentágono sobre las Fuerzas Armadas de los países de la región, también en la lógica anticomunista, y el entrenamiento y capacitación de soldados desde la lógica militar estadunidense.
La política exterior de Estados Unidos en Iberoamérica desde la crisis de Cuba estuvo enmarcada en el contexto de la guerra fría e implicó el endurecimiento geopolítico para impedir el desarrollo de la ideología de progresista a comunista en la región y cerrar los espacios a los ascensos democráticos: el populismo derechista de Perón, los golpes de Estado en Centroamérica, el derrocamiento brutal del presidente Allende en Chile y los acotamientos para impedir el progresismo populista mexicano pudiera convertirse el socialismo.
Este es un escenario histórico para tratar de entender lo que ocurrió en Brasil esta semana con la invasión de grupos radicales de derecha de instalaciones pertenecientes a los tres poderes de gobierno, provocando una dura respuesta policiaca de la administración entrante del presidente Luis Ignacio Lula da Silva y la persecución de sectores conservadores vinculados al expresidente Bolsonaro.
La gestión de las políticas y alineamientos de gobierno en Iberoamérica fueron muy duras en el contexto de la guerra fría, sobre todo bajo las administraciones del presidente Nixon y del presidente Reagan, los dos con enfoques geopolíticos binarios.
Pero el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991 llevó a un relajamiento de los controles ideológicos de la Casa Blanca, seguramente animados por el fracaso del comunismo en la zona de influencia de Europa y el deterioro social y político del socialismo cubano que nunca pudo generar bienestar y sí acrecentó los perfiles de una dictadura militar represiva.
La Revolución Bolivariana de Hugo Chávez duró muy poco tiempo y solo pudo construir discursos, no relaciones sociales ni estructuras proletaria y se conformó con un populismo sostenido por la distribución internacional de los beneficios del petróleo venezolano.
Pocos países latinoamericanos pudieron sostener regímenes populistas con discursos rancios de izquierda, pero solo con la intención de consolidar la entronización de nuevas élites políticas en las direcciones de los gobiernos. Iberoamérica entró en una zona de ritmo pendular de gobiernos progresistas y populistas que agotaban relaciones sociales y presupuestos y generaban contradicciones que fortalecían a las derechas locales.
Ello ocurrió en Brasil donde el ciclo Lula-Dilma abrió el espacio a la derecha de Bolsonaro hasta su agotamiento económico y social, para nuevamente facilitar el regreso muy apretado del populismo lulista. Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, El Salvador y Guatemala, entre otros países de la región latinoamericana, entraron en inestabilidades políticas no comprendidas en Estados Unidos, aunque tampoco combatidas con desestabilización inducida, pero en el fondo ha llevado a un abandono geopolítico de América Latina y el Caribe respecto de los hilos de control de seguridad nacional que prevalecen en la comunidad de los servicios de inteligencia de Washington, aunque no se traducen en apoyos económicos para aumentar el bienestar social.
Los espacios de autonomía relativa de los países iberoamericanos no han podido ser aprovechados internamente en cada uno de ellos por la inexistencia de una dinámica de desarrollo político que elevara la calidad de la democracia y solo se han quedado en el respeto al voto funcionalista que ha llevado a oscilaciones y desequilibrios que explicarían las inestabilidades internas.
El izquierdista Lula arribó al poder como producto de una alianza entre diez partidos de configuración diversa y ahí se encuentran las bases de la inestabilidad de su gestión, pero en el entendido de que el actual izquierdismo de Lula se ha reducido a políticas de bienestar social solo contra la pobreza extrema y el hambre, pero sin construir estructuras de organización proletaria que le dieron fuerza en sus presidencias anteriores; es decir, la debilidad interna de Brasil se explica por el agotamiento de la clase obrera brasileña como potencializadora de nuevas relaciones sociales.
La Casa Blanca no ha reflexionado sobre el nuevo escenario geopolítico de América y solo apoyará procesos institucionales de funcionamiento democrático procedimental, pero sin poder construir algún proyecto de redefinición del futuro de la región.
Es decir, Estados Unidos sigue pensando que América es de los americanos, pero todavía reduciendo el espacio de dominación solo a la seguridad nacional y no a la edificación de una comunidad continental cohesionada y cn mejores niveles de bienestar.
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