Es bien sabido que Francisco de Quevedo tenía muchos enemigos, y son bien conocidos algunos insultos que en su momento le profirieron algunos de sus contemporáneos. Uno de los más sonados es el que le espetó Juan Pérez de Montalván en 1635, bajo el pseudónimo de Licenciado Franco-Furt: “El tribunal de la justa venganza, erigido contra los escritos de D. Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático en vicios, y protodiablo entre los hombres”.
1 El insulto, desde luego, no le hace ninguna justicia al célebre escritor del Siglo de Oro, pero sí que se podría utilizar para calificar a todos aquellos que tienen en sus manos el enojoso asunto del plagio de la ministra Yasmín Esquivel Mossa, y que no han hecho sino evadir una y otra vez sus responsabilidades.
Sí: me estoy refiriendo al presidente de la República, al Senado y a las autoridades de la UNAM, quienes no parecen entender que el asunto del plagio tiene una enorme trascendencia que afecta, de manera innecesaria el prestigio tanto de la máxima casa de estudios como del máximo tribunal del país. La ministra Yasmín Esquivel Mossa plagió su tesis de licenciatura.
Este enunciado es verdadero porque se corresponde con la realidad, según lo ha determinado la propia UNAM: se trata de un trabajo de titulación que no es sino una burda copia de otro presentado un año antes. Desde el punto de vista jurídico sigue siendo licenciada en derecho y ministra, porque los actos jurídicos, que nacieron como válidos, se siguen considerando así hasta que otro acto jurídico declare su invalidez.
En estos momentos, los mexicanos, y especialmente los juristas, nos sentimos burlados no por el sistema jurídico, sino por una determinada forma de entenderlo y operarlo.
Esa manera de entender el sistema (y el derecho mismo) es aquella que, ante una evidencia tan contundente de ilicitud e inmoralidad a la vez, prefiere defender la imperfección del “sagrado” instrumento, en lugar de buscar una solución jurídicamente posible. No se trata de hacer poesía con el derecho, ni tampoco de obviar el principio de reserva de ley, como afirmó en entrevista con La Jornada el abogado general de la UNAM, 2 sino de construir racionalmente una solución extraordinaria, pero jurídicamente válida del asunto.
A estas alturas, al menos en lo jurídico, estoy de acuerdo con el presidente de la República cuando afirma que la SEP no tiene facultades para invalidar un título expedido por la UNAM que, valga la redundancia, es autónoma.
Por lo demás, el artículo 95, fracción III, de la Constitución no exige una cédula profesional (documento que, valga recordar, es requerido a los litigantes por los tribunales para efectos de la representación legal de sus clientes) para ser ministro de la Corte, sino poseer un “…título profesional de licenciado en derecho, expedido por autoridad o institución legalmente facultada para ello».
Lo que sí resulta reprobable desde cualquier punto de vista es la reiterada incongruencia entre lo que dice y lo que hace el mandatario, ya que se llena la boca con retórica moralista, pero repele como fiera (y como tal se comporta) cuando alguien le arroja en la cara evidencias sobre actos inmorales de alguno de sus incondicionales (de suyo, ningún ministro debería ser incondicional de ningún político).
El discurso “puramente” jurídico que se ha leído en medio de este lamentable juego de pasarse la “papa caliente” de unos a otros, ante una ciudadanía atónita y una comunidad jurídica asqueada, se traduce en esta frase: “el sistema debe desechar el caso, porque no tiene una respuesta concreta, previa y específica que lo resuelva”. Este enunciando representa lo que se conoce como “técnica del pensamiento sistemático” que, vaya por delante, no es que esté equivocada, pero que ante ciertos casos de indeterminación se queda corta, porque selecciona los casos estrictamente previstos en el sistema y desecha aquellos que no lo están.
Por ello, autores como Nicolai Hartmann o Theodor Viehweg propusieron una forma complementaria: la “técnica del pensamiento problemático”, en la que, ante ese tipo de casos raros, no se opta por desecharlos, sino que se decide analizarlos a partir de sus propias particularidades, y se atreve a hacer las adaptaciones y modificaciones necesarias en el sistema, con tal de darle solución.
3 El caso sí tiene una solución jurídica, y esta no ha de ser necesariamente poética, sociológica o deontológica. Partamos de que la opinión del abogado general de la UNAM es eso: una opinión, y no un acto revestido de autoridad.
Naturalmente, nadie esperaría que el abogado se pronunciara sobre la validez del título de licenciatura de la ministra. Tal prerrogativa, en todo caso, la tiene el Consejo Universitario, de conformidad con el artículo 8º, fracción III, de la Ley Orgánica de la UNAM, según el cual dicho consejo tiene la facultad de “…conocer de cualquier asunto que no sea de la competencia de alguna otra autoridad universitaria”.
4 Esta norma puede ser la puerta de entrada al estudio y resolución del caso más relevante de las últimas décadas que atañe a la más importante institución de educación superior del país. La cual, al otorgar un título universitario, hizo (jurídicamente) posible que Yasmín Esquivel Mossa pudiera ser (jurídicamente) nombrada como ministra de la Corte.
Considero que el abogado general de la Universidad pierde de vista una cuestión teóricamente relevante: Yasmín Esquivel Mossa no sólo cometió una conducta ilícita que es, en términos kelsenianos, la condición necesaria de una posible sanción, sino que, con el plagio, también hizo posible que el acto jurídico institucional, consistente en la ostentación legal como licenciada en derecho, naciera viciado de origen.
De este modo, se cumple una de las condiciones que se requieren para que la misma autoridad que otorgó el título en un tiempo 1, se pronuncie sobre su posible invalidez en un tiempo 2.
La UNAM no está investida de jurisdicción para declarar consecuencias jurídicas en el mismo sentido que podría hacerlo un juez o tribunal, pero sí puede pronunciarse sobre la calidad de un acto jurídico emitido por ella misma.
¿No hay un procedimiento? El Consejo tiene facultades, ya lo señalé, para conocer de cualquier asunto que no pueda conocer alguna otra autoridad universitaria. Podría (y no se descartan otras posibilidades) formar una comisión especial (como se ha hecho tantas veces ante eventos extraordinarios como éste) para declarar que, dada la comprobación del plagio, la interesada no satisfizo el requisito de titulación establecido en el artículo 20 del Reglamento General de Exámenes de la UNAM, que señala: Las opciones de titulación que podrán ser adoptadas son las siguientes: Apartado “A” a) Titulación mediante tesis o tesina y examen profesional. Comprenderá una tesis individual o grupal o una tesina individual, y su réplica oral, que deberá evaluarse de manera individual.
La evaluación se realizará de conformidad con los artículos 21, 22 y 24 de este reglamento. Una aproximación formalista al anterior texto podría interpretarlo en el sentido de que la norma no exige que la tesis sea original; sin embargo, la lógica y el sentido común permiten entender que una tesis o tesina que va a defenderse de manera oral ante un sínodo universitario debe ser original.
No hace falta una norma expresa para entender semejante obviedad, máxime cuando se trata de algo tan delicado como la violación de un derecho moral (concretamente, de paternidad de la obra) y de un derecho patrimonial (reproducción no autorizada) en perjuicio del autor original de la tesis, Edgar Ulises Báez, en los términos de la Ley Federal de Derechos de autor.
El ejercicio de la acción civil para reclamar en vía judicial la violación de esos derechos, ciertamente no le corresponde a la UNAM, sino al directamente afectado por el plagio; sin embargo, se insiste, no debemos pasar por alto que, al menos a partir de la declaratoria de plagio elaborada por la FES-Acatlán, el acto jurídico de la titulación se llevó a cabo mediante la comisión de un acto ilícito, lo cual afecta su validez.
Argumentando, a maiori ad minus (el que puede lo más puede lo menos), si la UNAM tiene la facultad de emitir un título universitario, habiendo comprobado que se cumplen los requisitos, entonces también puede determinar que en este caso no se cumplieron. Posteriormente, con tal determinación, la UNAM podría enviar un mensaje contundente a la jurisdicción (y a quien esté legitimado para activarla) al Senado y a la presidencia de la República mediante el cual se especifique que, de acuerdo con las normas universitarias, el título de la ministra está viciado de origen.
De este modo tales autoridades tendrían un pretexto menos para no actuar en el marco de sus competencias.
En otras palabras, la UNAM podría esgrimir buenas razones para que, quien sea competente, esté en condiciones de declarar que el acto jurídico de la titulación ya no puede seguir considerándose válido. Por otra parte, la oficina de la Abogacía General de la UNAM debería hacer un mayor esfuerzo para revisar si existe algún precedente y analizar cómo se procedió entonces, y así tener mejores elementos para resolver. De este modo, podría saberse si este tipo de casos siempre se han quedado sin respuesta ante el aparente vacío legal.
Así, el comité que podría nombrar el Consejo Universitario tendría varios elementos para construir de forma sistemática un argumento interpretativo que podría utilizar como base normativa para determinar, no tanto una sanción, pero sí un mensaje institucional sobre un acto jurídico comprobadamente viciado de origen. Es lo mínimo que la UNAM podría hacer, y lo mínimo que la comunidad universitaria merece.
Quiero insistir en la trascendencia del caso. Más allá de lo propiamente jurídico, mantener a una ministra que plagió su tesis sería un mensaje terrible para la academia, el foro, los futuros abogados, la sociedad, el mercado y la propia clase política.
¿Cómo es posible que un acto como éste no tenga mayores consecuencias? ¿Cómo podemos sostener con propiedad que vivimos bajo un Estado de derecho? Si la UNAM, el Senado o la presidencia de la República no cambian sus respectivas posturas y no se toman en serio este asunto, tendremos que conformarnos con echar mano de insultos como los que le hicieron, en su momento, a Quevedo y de este modo referirnos a todos ellos como “maestros de errores, doctores en desvergüenzas o licenciados en bufonerías”.
Aunque no tengan efectos jurídicos, estas frases podrían, al menos, aliviarnos un poco el alma. Roberto Lara Chagoyán. Profesor e investigador del Tecnológico de Monterrey.
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