En las elecciones presidenciales de 2024 hay mucho en juego. Está la orientación que México ha de tomar para su desarrollo económico y social.
El dilema se presentó en 1940 cuando el general-presidente Lázaro Cárdenas optó por un sucesor liberal capitalista y no por el candidato radical socialista que era su favorito. Había razones para tal decisión, que se tomó con acierto.
Llevar al país a la dictadura socialista conforme al modelo de la URSS nos habría llevado al largo y penoso caminar por el que tuvieron que marchar los pueblos de la época roja para acabar, como resultó 50 años después, en la derrota de ese esquema.
La pérdida de todos esos años nos habría atrasado nuestra reconstrucción nacional. Calificar los años que México invirtió en el periodo posrevolucionario, entre 1940 a 2018, es para algunos un tema debatible.
No puede negarse, sin embargo, que en esos años se restablecieron muchas instituciones liberales, lo que dejó como herencia el porfiriato y se creó el grueso de las instituciones y entidades que hoy tenemos.
Resultó exitoso y fructífero el periodo que hoy el gobernante actual con saña critica.
El sistema político creado por el general-presidente Calles en 1928 fue perfeccionado por el licenciado Ortiz Mina, secretario de Hacienda a partir de 1952, y que él mismo bautizó como “desarrollo estabilizador”.
El ejercicio fue exitoso en el sentido de ser otra etapa creadora de instituciones del aparato socioeconómico, que recuperó el prestigio internacional perdido.
El costo, sin embargo, fue alto y lo pagó el pueblo. En efecto, el aparato gubernamental, armado de una constante retórica de progreso, no tuvo una política educativa eficaz para preparar a la vasta población rural en los elementos de capacitación básica para la producción agrícola e industrial futura.
Los ejemplos de enseñanza a nivel primaria y secundaria que se realizaba en las escuelas de países socialistas en habilidades preindustriales, no fueron aplicadas en México, pese a la inclinación socialista infiltrada en el magisterio sindicalizado oficial.
El caso del sindicato de maestros que el gobierno transformó en eficaz instrumento de propaganda y control electoral fue análogo al de la politización de los sectores campesino y laboral que se vieron desviados de su función de consolidar la productividad nacional.
Un campo “más preparado para votar que para producir” aseguraba la permanencia en el poder del partido único que, con credencial de revolucionario, dominaba en exclusividad los canales políticos.
El escenario no acababa en la simple consolidación de un perverso aparato de democracia dirigida.
El daño estuvo en consolidar, con inercia propia, a la política en el lucrativo modus vivendi que olvidó necesidades populares y condenó al país a seguir su camino de abusos.
Más grave aún, la corrupción fue y es la rémora que drena las finanzas públicas, elevando costos con asignaciones fuera de la ley, impidiendo condiciones competitivas y nulificando presupuestos aprobados.
La corrupción es combatida en todos los países. Las penas que conlleva son drásticas, en algunos países hasta la capital.
En México, cada presidente se compromete a desterrar la corrupción. Ninguno lo ha logrado. Hoy, el actual repite sin cesar que esta lacra ya no medra en su administración.
La realidad es completamente contraria. Los recursos que se esfuman deberían de servir para los sectores salud, educación y atención al mantenimiento de infraestructuras.
En este propósito son justificados algunos programas sociales actuales que reparten poder de compra a la población.
La pobreza no se ha reducido y se ensancha la brecha entre ricos y pobres. Sigue siendo indispensable, empero, apoyar a las pequeñas y medianas industrias que ocupan la mayor proporción de nuestra fuerza laboral.
Dichas industrias crearían los artículos de innecesaria importación y que podrían exportarse con éxito. La incompetencia del gobierno de López Obrador, sumada a la exagerada corrupción que persiste deja al siguiente presidente la tarea de aplicar políticas muy distintas a las que hasta ahora hemos tolerado.
El dilema al que nos enfrentamos es análogo al de 1940. La decisión en 2024 está entre un régimen que respete la democracia ejercida por una ciudadanía consciente de sus responsabilidades sociales o un sistema cuyos dictados emanen de un individuo trasnochado y, encima, narcisista.