Hay muchas esquinas en el centro de la ciudad. Pero desde ésta he visto llover. He visto el paso apresurado y citadino. Al hombre que ve hacia todas partes y todo lo ve. Me he visto en el reflejo de otros ojos que me vieron, fui ellos, anduve muchos años con ellos por este largo túnel del tiempo.
El 8 Hidalgo o calle Juan B Tijerina con Miguel Hidalgo y Costilla, es de los cruceros más antiguos de las palabras. Aquí se han visto los ojos tristes y estar alegres hasta las lágrimas, aquí es llevada una noticia aún no escrita y espera más el verde del semáforo para ir a decirla ya confirmada.
La noticia era que llegabas. El 8 Hidalgo era el más viejo y barbado punto de Ciudad Victoria, armado con su hotel emblemático, su barbería y la iglesia a unos cuantos pasos profanos.
Qué necesidad tiene la esquina de esperar a que un ciudadano dé vuelta precisamente ahí para así saber de su importancia, saber que entre esta y la otra calle que aquí se encuentran, forman un cruce obligado, un puente en el viaje de la banqueta.
Desde niño conozco la tendencia a pasar por la esquina del 8 Hidalgo. Sin necesidad de una encuesta aplastante, por ese lugar hemos pasado cada uno de los victorenses.
En la esquina noreste antes estaba el banco Bancomer, en contrasquina hay un hotel que vio todo desde el último piso. Al oriente está una joyería, antes de esta joyería que brilla había otra, y antes de ello no lo sé, no soy tan viejo que digamos.
Hasta ahí llegan los de al paso, los que llevan prisa y fueron alcanzados por todos en el semáforo. Llegan las sonrisas que llegaron. A esta esquina se llega en el micro, aún se llega a pata y rodando.
Antes el semáforo se distinguía por ser uno de los tres únicos que hubo. Le veías de lejos y podías atinar al momento en que cambiaría de color verde al negro. Había dos carros esperando que ahí se hacían viejos y llegaban los últimos modelos. Por esa rua era que bajaban y subían los camiones azules, de sur a norte, en el lomo de la loma, luego la recta que bajaba en doble sentido con el puro vuelo.
Es cierto que por ahí pasó un señor arrastrando un carrito de roles, que esta esquina, la de la plaza, es un rincón de mariachis, fara fara y cantantes de moda en esa pequeña farándula.
Ahí nunca oscurece. En el día venden dulces, un señor canta con una almuerzo. Se vende el boleto de lotería y de noche es de día. Con una calle iluminada de faros led desde la plaza, y la luminarias del hotel Sierra Gorda y de Los Monteros que amenizan el fervor hospitalario de Victoria.
Cuando llueve, en este esquina puedes ver cómo corre la gente cuando es sincera, corre para llegar lo más pronto posible, sin estilo, sin echarle crema, con tal de no mojarse el peinado que le acaban de cambiar, o el corte del chavo con copete alucinado una noche antes.
Volverías más tarde sin que nadie te vea salir de casa, abrochadas las agujetas, bajarías desde la colonia Moderna con el viento en la espalda empujando y la lluvia otra vez detrás como un presentimiento.
Habrá gente allí detenida a las horas pico. Allí establecieron su credencial del INE y su domicilio público. Hay días que tardan esas horas para avanzar a la otra esquina y al dar la vuelta gratis giras y vuelves a ella en una trampa injusta.
Habría allí en la esquina el micro cosmos de un chicle, una cajita donde había estado un dulce, una bolsa rellena de aire de sabritas. Pasó el «qué pasó» hace rato, pasó una pluma de paloma, un diente de león herido por una gota de agua, pasó un araña que se quedó en su casa pensando que pasaría.
Estamos todos en este esquina sentados en la primera banca que da al kiosco donde hay una orquesta de pichones rojos. Junto a otros me asomo al túnel del tiempo y confirmo que sí… Ahí viajamos todos como siempre, viéndonos los unos a los otros.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA