El eje vial de Victoria es una aventura si sabes vivirla. Puedes ir en coche, en motocicleta y en bicicleta, pero hay aquellos que lo recorren corriendo o caminando mientras cae la tarde.
Es néctar, plasma, es vida y oxigeno puro en lo que respiras y ves el tendido del pavimento que se pierde en el horizonte.
Recorrer la ciclo vía es un espectáculo que arroba de alegría. A cada pedaleada una expresión distinta del paisaje. Aquí convivimos los viajeros del viento, nosotros los humildes humanos, las aves que cruzan el cielo y nos ven para abajo, el revoloteo del aire y los viejos puertos como las puestas del sol y el calor que descubre los cascos.
En el recorrido de sur a norte, si escribiera un libro obtendría unas cien hojas, pero son muchas más las personas con sus historias y más los árboles con sus estaciones.
Al norte el eje vial es como era antes, es incipiente y más natural el paisaje, solares con monte y construcciones que se hacen, que indican el sitio por donde la ciudad crece.
Conforme pedaleamos la urbanidad se adentra, ahí por donde está una tienda grande y luego los negocios de materiales para construcción que llegaron antes. No se puede dejar de recordar el camino que llevaba a los troncones que antes de una inmensa bajada hacía ver una pequeña estación de Pemex, como una película bellamente realizada.
En plena modernidad de la ciudad se construyó una joroba que va y cae donde antes era el viejo camino a La Libertad, por donde pasaban las carretas con naranjas y leña, arrastrados por bueyes enormes. En ese tiempo pusieron oficinas operativas y bodegas de Telmex y enfrente las instalaciones del periódico El Expreso.
Pero más antes era por ahí un camino inexcrutable que sólo los niños caminamos en busca de conejos resortera en mano. Llegábamos hasta la vía o antes a un arroyo donde había ranas y renacuajos, que si lo seguías iba a dar a la alberca de un establo. Por donde hoy está el fraccionamiento San Luisito.
Al paso de la ciclo vía encuentro el color morado de una casa, el árbol lleno de ciruelas que se están madurando, una docena de Oxxos que a lo largo hemos sembrado. De pronto el tren por un lado nos acompaña llevándose el silencio. En todos los ámbitos pasa la vía como la vida y habrá que cruzarla.
La bicicleta ya se aprendió el recorrido, sabe dónde torcer los manubrios y hacer señales que entendemos con claridad los que rodamos. Qué tal Señor de edad con bicicleta búfalo de esas que ya no hay, a cuánto la da. No la vende. Dice que fue un regalos de su padre. Tiempos en que su padre lo llevaba en ancas a la Matías S. Canales.
Este lugar está reservado a los victorenses que rodamos y a quienes caminan cayendo la tarde, antes de que nos sorprenda la luna, el aguacero, hasta que el cuerpo aguante, o que el inclemente sol lo permita.
A veces ruedo solo rumbo al trabajo. Conozco a los tripulantes del mediodía, a los chavos que una vez me retaron y el más joven más compasivo me esperaba. Con el tiempo les doy alcance, me volví de cierta élite, de alto rendimiento, en el sitio donde nada más las hormigas se atreven.
En dos años que llevo yendo y viniendo, creo que hubiera recorrido un buen tramo del país, pero de alguna manera lo hago. El dren pluvial que pasa por un lado en determinado instante asemeja un río.
Las avenidas de agua que bajan de la sierra, me hacen pensar en el río Guayalejo cuando fui niño y se cruzaba a nado. Luego el cause busca el llano y en minutos desaparece de la superficie.
Me he caído varias veces y todas las recuerdo. Cada golpe que lucen mis pantorrillas, cada esfuerzo con el que me he levantado del suelo, han tatuado mi cuerpo, como la vida.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA