Yo conozco la tarde del viento, la noche sin cuesta, el despertar en la banqueta. Como el viento sin viento, conozco la tarde increíble caída como ojos en un cuerpo.
Escucho pasar el aire, derretido, colapsado o inflando un globo. El aire es el tiempo, extraño incendio del viento. Se prevé que llueva luego de esta convención de arbitrarios vientos que doblaron las cortinas y apagaron los quinqués en los pueblos más pequeños.
Conozco el aire apagando la vela temblorosa, la debilitada voz de la noche bajo un árbol.
Si tuviera una lupa vería el cargado silencio de mis noches. Al otro lado, en pleno ruido, está la conquistada voz de la farmacia, los rescoldos del placer del sabio, lo irónico que resulta una lectura a oscuras.
Alguien desea entrar en la otra sombra, he visto crecer los dedos en el páramo como ímpetu de alas, mucha poesía, acaso he dejado crecer el césped en casa de otra casa. A mi vez soy vuelo, carácter, crepúsculo lento sobre una roca.
En la esquina de un libro, en los temas, en la pasión de una charla, la sangre inicia un idioma distinto, tiene otro nombre la pasta, el hule, el entristecido momento de contarle a Dios «Los Miserables» de Víctor Hugo.
Veo lo que siento. La noche me dio esa facultad desde pequeño, me enterraron pronto en esa soledad y en las foráneas tentaciones de perderse o de no volver jamás. Así está escrito. Si existí soy este mismo.
Nunca dejé de ser niño. He vuelto la mirada mil veces a los adultos y veo que no son de confianza. Ya no creo. Las palabras son mi propio invento. Lo que escucho lo junto y sé lo que es.
Afuera hay una tregua entre dos árboles de mango y una ciruela pelona. La sombra junto a la barda era húmeda siempre, pero han pasado sus días de gloria. El camino está claro de la puerta o debo decir portón a la entrada de la casa propiamente dicha.
Entro de una vez y los ojos no me ven entrar de nuevo. Soy el extraño mientras prendo la luz, la enciendo como llama solitaria en medio de la noche, náufrago estridente, leo un libro desconocido en la pared inclinada que deja caer el agua.
Me gusta leer un libro en el puerto más cabrón de los amaneceres. En los nenúfares sueltos por el planeta ausente, en la reconciliación con la nada y el todo tocando la puerta, abriéndola a patadas. Nadie escucha. Están poseyendo por dentro los despotriques, los alaridos de perro herido al leernos en las manos. Eso es un libro.
Amaso el libro, lo voy moldeando con la palma, con las ramas, lo aplaudo, lo aplasto y lo vierto en un vaso, una copa de licor amargo. Los libros se cuecen al primer hervor de los sueños, se tejen en el nido de las arañas escondidas del invierno. Es el libro un abrevadero, sin sol, sin guato, sin alma, sin nosotros.
El amor es así, un instante, cerrando los ojos, en una pequeña galaxia, sucediendo en un pueblo. Como nunca te quiero, con las manos sueltas que quedan de la noche, te quiero como nunca lluvia.
La voz de la lluvia es un sonido difícil de escuchar como ver un cuadro sin rectas, un círculo abierto; la voz es musical, anda en la carne, la piel y la sangre; la voz es viento de libros, proliferación de risas, sublevación de ángeles que nos visitan.
Uno baja la mano y aplaca el silencio que va cayendo en el llano. Dejo que se tranquilice un poco. Escribo punibles escrituras, reductos, fragmentos húmedos, retahílas de voces neuróticas.
La niebla es profunda, se oye de rodillas, puedo ayudar a levantarme, y busco en alguna parte del bolsillo mi nombre propio, mi caleidoscopio.
Mojo la tinta y existo. El largo de la calle lleva todavía personas. Llueve en un malecón de solares baldíos.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA