Comienzo por celebrar la decisión de nueve ministros y ministras de la SCJN en el sentido de invalidar el primer paquete de iniciativas del plan B electoral. La razón fue tan simple como contundente: se aprobó violando abiertamente el proceso legislativo al que estaban obligados los legisladores. El proyecto del ministro Pérez Dayán no dejó lugar a dudas. Incluso, las ministras que votaron a favor aceptaron las irregularidades, aunque consideraron que no implicaban un “efecto invalidante” (¿?).
Doble mérito merecen los ministros porque resistieron la fuerte andanada por parte del Presidente, que llegó al extremo de descalificar al Poder Judicial, entre otras cosas, por ser un “poder derivado” sin legitimación popular. Los nueve votos de la Corte significan mucho más que haber revocado una reforma electoral regresiva. Representa una gran esperanza ante el poder centralizador y destructor de los contrapesos que ha significado la Presidencia de López Obrador.
El Presidente ha actuado como si el 53% de los votos que obtuvo fuera un cheque en blanco que le permite todo, incluyendo violar la Constitución.
Los números hablan por sí solos. La mejor y mayor evidencia de que este gobierno y su mayoría parlamentaria han abusado del poder es el aumento sostenido de controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. Las primeras son para que la Corte decida si el acto de alguna autoridad está invadiendo la competencia de otra. Por ejemplo: si el Poder Ejecutivo hace algo que compete exclusivamente al Legislativo o a los órganos constitucionales autónomos o si la federación se inmiscuye en alguna facultad de los estados. Las acciones de inconstitucionalidad, por su parte, sirven para dirimir si una ley, norma de carácter general o reglamento dictados por el Congreso de la Unión, las legislaturas o las autoridades locales, son contrarios a la Constitución.
Nos quedamos perplejos cuando el Senado aprobó una veintena de leyes de un día para otro o de que tan sólo unos días antes la Cámara de Diputados hubiese aprobado otra decena de iniciativas sin el menor apego a la Constitución y a sus propias reglas parlamentarias. Pero este par de episodios palidecen cuando vemos lo ocurrido en lo que va del sexenio y lo comparamos con el pasado.
Los números dan cuenta de la barbaridad que hemos vivido en estos más de cuatro años.
En el primer año de gobierno de Peña Nieto (2019) se presentaron 30 controversias constitucionales y en el primero de López Obrador 134. O sea, un incremento del 346 por ciento.
Lo mismo ocurrió con las acciones de inconstitucionalidad, las demandas de actores políticos que argumentan que una norma, ley o reglamento viola la Constitución. En el primer año de EPN se presentaron 17, en el de AMLO fueron 48. Un crecimiento de 182 por ciento.
Si comparamos todo el sexenio de EPN con los años que van del de López Obrador y SIN contar lo ocurrido en los dos últimos meses, el panorama se vuelve infame. En todo el sexenio de EPN las acciones de inconstitucionalidad llegaron a 149 y en lo que va del de AMLO ya se coleccionaron 348, o sea que crecieron 133% en 4 años. En el caso de las controversias constitucionales, EPN sumó 320 y AMLO ha recopilado 567 o 77% más que su antecesor. A esta cifra habría que sumarle las del plan B y las que se agreguen por el fin de semana negro o la denominada noche de Xicoténcatl. No menos de 30 recursos adicionales (aún no hay cifras oficiales).
Estos números, aun sin hablar de los contenidos perniciosos de las decenas de actos de autoridad que invadieron poderes y de leyes y normas aprobadas presuntamente inconstitucionales, dicen una cosa: el Presidente y su partido gustan de violar la ley y les tiene sin cuidado la democracia y el Estado de derecho. Se les olvida que la constitución misma establece límites a lo que las mayorías pueden hacer.
No es fácil saber qué persiguen con la aprobación de estas leyes o con la emisión de actos de autoridad a sabiendas que están violando la Constitución, ya sea por la forma en que fueron aprobadas o por su contenido presuntamente inconstitucional. ¿Apuestan a que las acciones y controversias no consigan los ocho votos que se necesitan para ser anuladas por la Corte? ¿Juegan a que mientras la Corte decide las leyes aprobadas vayan teniendo efectos que podrían ser irreversibles? O peor, ¿el Presidente está desafiando al Poder Judicial y retando a los ministros para declararlos enemigos del pueblo y preparar su disolución?
Sea lo que sea, rivalizar con la Corte tratando de convertirla en un adversario más e intentar meterla en un extremo de la polarización en la que se ha empeñado López Obrador, no es buena idea.
La Corte es, al final, guardián de la Constitución y árbitro entre poderes. Denostar su trabajo no puede sino socavar nuestro ya de por sí maltrecho Estado de derecho. ¿Quién, entonces, traiciona a Juárez?
POR MARÍA AMPARO CASAR