El güero renqueaba un poco. Tenía un ojo caído a madrazos. Un viejo golpe le hacía sombra en la mandíbula, casi arrancada de un puntapié.
Había perdido peso, y eso era muy notorio entre la pequeña banda que lideraba. Una pléyade de rufianes que nunca se reunían sin pensar en el mal.
Uno de ellos era especialista en golpear con un tubo, que siempre traía como un tercer pie agregado a una de sus manos.
Cada uno era su propia leyenda. Dos de ellos, los primeros de izquierda a derecha en esta fotografía, venían de colonias distintas. Pero no fallaban, tenían olfato goleador. Eran carnales. De uno de ellos no me acuerdo cómo se llamaba, pero el otro se llamaba Mateo.
El que venía caminando en esos instantes, como una sombra salida de su sombra, era el güero.
La noche se anunciaba de entre una retahíla de árboles, estremeciendo a las señoras, apúrate que ya es noche y aparecía el “buenas noches” entre la gente pobre.
El güero, era, por ser el líder, o por alguna razón que nunca supe, el más famoso de los cinco que ahí se aporreaban.
En cuanto estaba la noche declarada, ya tenían todo planeado. Un tercer sujeto en la foto era el que sólo se le conoció como “el del tubo”, se encarecía de antemano que a ese no debían hacerlo enojar. En ese sitio, donde ahora estaban, le molió la cabeza a tubazos a un cuate que le apodaban el «cuervo” o “ave de mal agüero”, como le decían al difuntito.
Un tiempo “el del tubo” estuvo en Chihuahua curándose ese muertito, pagando con el destierro, porque en lo demás no le iba mal. Cuando venía traía puro carro deportivo. Se dedicaba a la compra y venta de carros calientes. Acá los vendía por abajo del agua, luego que pasaba diciembre eran más “bara”, sin que sus jefes se dieran cuenta.
Un día por la mañana el del tubo llegó a la casa del güero y pidió chance de unirse al grupo. El güero sabía de la peligrosidad de “el del tubo”, pero ya se habían medido y rescataba para sí que el vato era valiente y al mismo tiempo era culo.
El quinto sujeto en la foto era el más peligroso. Casi mudo. No hacía ronda con los demás y había que ir por él a su casa y traerlo con engaños para contar con él, y ya estando no había quién no se arrepintiera de haberlo invitado. Quería ser el líder. Pero el resto en el mundo estaba más cerca de ser sus enemigos.
Decían que el “mudo” era el segundo de abordo y, como una lámpara que se prendía, de repente se calentaba. Le habían torteado la cara y la tenía llena de cicatrices y de lesiones recientes, incluso.
El “mudo” no toleraba a la gente metiche ni a la aprovechada, porque intervenía de inmediato, costara lo que costara. Y le costaba. Pero ahí, entre ellos, hasta se dejaba ganar con el afán de continuar siendo parte de aquel equipo de trabajo.
Entonces, desde ese perfil bajo, el “mudo” sacó la gran cantidad de canicas que había ganado en el juego anterior y esperaba al güero que no tardaba en aparecérsele para cobrar venganza por todos los amigos y él.
Así que cuando el “güero” salió de sus propias sombras, pensativo, sacó a la vez un resto de canicas de una bolsa del pantalón y las puso en la otra. Nadie supo para qué chingados.
Ambos eran una leyenda en el barrio. Lejos de ahí, todas las batallas las habían perdido. Se jugarían el todo por el todo en el “pocito matón”. Uno de los dos moría inminentemente.
La fama de quien ganara cruzaría las esquinas y amanecería para salir y retar incluso al “del tubo”, cuyo tubo, era un tubo de plástico hecho trizas con nostalgia de bate de beisbol, traído por Santa Claus. Apenas teníamos 12 años de imaginación.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA