Primer recuerdo es una voz fresca, un poco de pelo sobre las orejas, amable, pero sin concesiones en el contenido. No acorralaba, sí exhibía las diferencias. Por eso creció: era otra actitud ante el poder.
Recuerdo su llamado telefónico: una participación semanal en lo que era su programa estrella en ese momento: Para gente grande. El famoso Hombre de Vitruvio de Da Vinci era su carta de presentación. Diez minutos cuando más, de lo que se te venga en gana. Acepté con la pregunta ¿cuánto me van a pagar? Se quedó un poco asombrado, en ese momento las televisoras consideraban que dar exposición “pagaba”. Déjame consultarlo. Respuesta extrañada de El Tigre: 150 pesos por cápsula, grabada en Chapultepec 18. Uff.
Acepté, era tan deferente que resultaba difícil negárselo. El giro nocturno se volvió una de sus especialidades. Siempre admiré cómo manejaba sus horarios: toda la noche o temprano a las 5.30. ¡Qué disciplina! La vida siguió. Tuvimos veladas deliciosas, cargadas de bohemia, conocía todas y cantaba sin el menor recato. Desentonado al principio, cada minuto nos parecía mejor. Guadalupe Pineda cantaba a capela, Jorge Muñiz y otros asistían, aparecía una guitarra y, de pronto, ya era de madrugada. Algo normal para el siempre orgulloso “tepiteño”. Había que prepararse para las “veladas”.
Vino la insurrección zapatista, fui enviado a Chiapas, iba solo. Caminando por las calles de San Cristóbal de las Casas lo vi venir con su equipo de grabación. Siempre lleno de energía. Abrazo fuerte, ¿con quién andas?, me pregunta. Solo, respondí; no friegues, vente con nosotros. Me sentí acompañando, las conferencias de Samuel Ruiz, de Camacho, charlas con la prensa internacional, etcétera. Muchas experiencias enriquecidas por las conversaciones en los momentos vacíos. Un día nos metimos en una cañada, bellísima por cierto, caminábamos por el lecho del río, cuando se suscitó una balacera cruzada sobre nosotros, en las alturas del sitio: zapatistas vs. Ejército. Todos pecho tierra, pobres camarógrafos con aquellos equipos pesadísimos. Diez, quince minutos quizá, silencio. R.R. tranquilo, había sido corresponsal de guerra. Nos levantamos a caminar y rápido, pero en sentido contrario, por supuesto. Encontré casquillos de arma larga. Los guardo con cariño hacia él.
Un día el señor Rocha pasó a ser el licenciado Rocha. ¿Y ahora?, le pregunté. Me lo pidió Sarukhán, le ayudamos, será un honor para la UNAM. Se tituló. Por 1998, me invitó a conducir con él un programa radiofónico, de lunes a viernes, de 2 a 3 de la tarde, con micrófono abierto. Se llamó La hora del cambio. Un día, una adolescente lanzó por el micrófono, me voy a suicidar. R.R y yo nos quedamos mudos. Dijimos dos o tres bobadas. Entra otra llamada, es otra joven, no lo hagas, ya lo intenté, no es la salida, dice al aire. Y de ésas, muchas. Salíamos hambrientos, pero satisfechos: nos prometimos hablar de lo social, se estaba cumpliendo. Dos años después llegaba Fox a la Presidencia: ¿el cambio?
A una de las “veladas” asistió un varón que, la verdad, no identifiqué. ¿Cuándo nos invitas a un concierto?, le preguntó R.R, este sábado, fue la respuesta. Va, dijo, ¿jalan?, nos preguntó, ¿por qué no? Era Jorge Hernández, uno de los Tigres del Norte. Y allá vamos. Una experiencia fantástica. Nos fuimos en su autobús, con vestidor y un eficiente equipo de seguridad que cuidaba el espectáculo. Varios campos de futbol atiborrados los esperaban. Cuando la multitud, emocionada, se arremolinó frente al escenario y éste se movió, serenos, Los Tigres… invitaron a las mujeres y a los niños a subir con ellos. Muy serios. Regresamos los cuatro solos, en una “pesera” rentada. Hace poco comimos en su departamento, pidió comida de una cafetería. La gozamos.
R.R ha muerto, pero no del todo: progresista, muy generoso, gran entrevistador, deja una gran estela profesional y vital.
POR FEDERICO REYES HEROLES