Suele decirse que cada elección próxima será la más compleja de la historia refiriéndose ya sea al tamaño del padrón electoral o bien al número de cargos a ser elegidos. Y los principales candidatos suelen decir que el futuro del país o de la democracia están en juego. Retórica aparte, lo cierto es que cada proceso electoral pone a prueba el marco legal vigente, la solidez de las autoridades electorales y el talante democrático de los contendientes.
La semana pasada comenté en este mismo espacio que la mayoría de las restricciones que hoy parecen violarse de manera cotidiana datan de la reforma electoral de 2007-2008. Vale la pena distinguir la naturaleza diversa de las restricciones de la normatividad electoral vigente en México.
Algunas se refieren a los tiempos o momentos en que pueden realizarse actividades proselitistas. De ahí vienen los plazos del inicio de un proceso electoral, el inicio de las precampañas y las campañas. El problema de estas restricciones es que, de manera natural, las ambiciones políticas son sumamente difíciles de regular: los gobernantes buscarán cualquier forma de mantenerse en el poder por mantenerse, mientras que sus adversarios buscarán cualquier forma de desbancarlos.
Otra serie de restricciones tiene que ver con la forma de hacer campaña y el acceso a medios masivos como radio y televisión. Los partidos consiguieron prerrogativas en radio y televisión relativamente proporcionales a su fuerza electoral. Ni los partidos, ni organizaciones ni personas particulares pueden adquirir o contratar espacios en tales medios.
Si bien estos medios siguen siendo sumamente importantes, lo cierto es que cada vez una proporción mayor de la discusión pública ocurre en internet, redes sociales o mediante mensajes en dispositivos móviles. Es muy difícil intentar regular los contenidos en los medios tradicionales o digitales sin violar libertades importantes. Otro aspecto por considerar sería el posible sesgo en la cobertura que ofrece cualquier medio. Aunque hay quienes quisieran prohibir o regular cualquier tipo de contenidos, lo cierto es que una democracia requiere la libre expresión y difusión de todo tipo de ideas.
Otro grupo de restricciones se refiere a la conducta de los servidores públicos, a diferencia de las y los ciudadanos. Los servidores públicos tienen prohibido hacer cualquier tipo de promoción personalizada y están obligados a actuar con imparcialidad para no influir en las contiendas partidistas. ¿Cómo se puede regular o vigilar lo que hacen o dicen funcionarios con ambiciones políticas permanentes o crecientes?
Por último, están las restricciones al uso de los recursos públicos y los usos y abusos del dinero en las contiendas políticas, los topes de gasto de campaña, los límites a las contribuciones y la correspondiente fiscalización. Aquí el reto es doble: por un lado, preocupa la fiscalización a los recursos que reciben y ejercen los partidos políticos y, por otro lado, preocupa la vigilancia, la transparencia y la rendición de cuentas del gasto público de los gobiernos. Si bien toca a las autoridades electorales hacer lo primero, lo segundo escapa a sus facultades: el INE no puede encargarse de las funciones de la Auditoría Superior de la Federación o del Inai.
Quizá la legislación y la vigilancia de los árbitros electorales se ha concentrado más en lo que dicen los políticos —cuándo y cómo lo dicen—, que en averiguar cómo financian todo eso que hacen al perseguir sus aspiraciones políticas.
La clase política está muy consciente de esto. Es más fácil cambiarle de nombre a las cosas, cambiar las palabras, o incluso intentar cambiar el significado de las palabras, que rendir cuentas. Si basta no pedir el voto, no usar la palabra (pre)candidatura, no hacer propuestas, no mencionar el nombre de tu partido para que el árbitro electoral no haga más preguntas, algo estamos haciendo mal. Se legisló sin resolver, se prohibieron muchas cosas, pero muy poco se sanciona.
POR JAVIER APARICIO




