Hoy debuta un jugador y algunos aficionados que se dirigen al estadio piensan en eso. «Está muy chavo» dijo un señor mayor que las ha visto todas. Los más avesados cual cronistas deportivos ya lo vieron jugar y pronostican que ese crack si salvará al equipo local, que esta vez sí sube a Primera.
La revista se escribe mientras se observa la cola frente a las taquillas donde se adquieren los boletos que traen el diseño con colores y logos del equipo de casa.
Habrá el que llegue tarde, a veces ocurre, y desde afuera en el estacionamiento escucha el gol estruendoso de la tribuna en el festejo, o el silencio avasallador del gol en contra.
En la antesala se instaló la cruel incertidumbre mientras avanza la fila. Gente de cachucha por el sol bárbaro, otros se meten bajo el techo de la tribuna de sombra y son constantemente acosados por las porras de sol ya ebrios antes de que inicie el partido.
La porra del equipo visitante entra a las gradas por la puerta principal bajo un sospechoso y ceremonioso respeto de la porra local que muestra su educación traída de casa y que en cualquier momento puede cambiar según vaya el juego que nunca deja de ser el uno contra el otro, a ver quien es el peor de todos.
Quienes van con su morra la cuidan como si se la fueran a robar. Sabiendo que no hay necesidad de eso, cuando quieren ellas solitas se van. Como quiera cuídate Juan que por ahí te andan buscando, en los tumultos siempre habrá de todo, es una mescolanza de pasiones. Hay de aquellos que sólo van a sobarse la panza.
Más allá del espectáculo de las patadas y los cabezasos, avanza por el graderío el entusiasmo, la furia contenida, la venganza colectiva, el coraje, la ambición, el cariño muy poco, las ganas de sacar todo lo que se trae por dentro. La diversión entonces empieza antes de que silbe el árbitro.
Unos portan la casaca local del año del caldo regalada por su peor es nada en un cumpleaños, misma que después servirá para echarse un vaciado. Otros llevan banderines para ondearlo, o guardarlo si pierden, donde nadie lo vea. Llevan botana, compran cheve, van a orinar cada rato, espérate carnal me estás pisando, un vato lleva el pelo de platanito y le arrojan objetos.
Empieza el Partido luego de que muy formal el árbitro muestra las reglas y echa un volado. Los primeros minutos los jugadores flotan en su fama, todavía no la cagan, dan pases laterales. La afición ve con misericordia al joven que debuta. Lo vieron calentar, husmearon sus tachones, su forma de andar, de correr y pegar brincos para simular un remate en la imaginaria, el entrenador habló con él, pero bien sabe el chavo que eso no le salva.
El terreno de juego comienza a ser ríspido, jugadores dieron contra el suelo, encontraron la espinilla de un rival y este la de ellos. Los utileros están al tiro para correr a echarle agua al caído que se retuerce aunque no lo hayan tocado. Los locales piden penalti, los fuereños dice que se cayó de maduro.
El árbitro marca penalti y toda la banda quiere tirarlo. El chavo nuevo se esconde pero el entrenador le dice, para darle confianza, que él lo ejecute. El jugador más viejo del equipo ya se la sabe. Los nervios comienzan la vieja rutina. Si mete gol, será un ídolo del momento; si lo falla, será mejor que todo sea un sueño, que nunca escribí esto.
Si lo falla, todavía queda un milagro, el árbitro o inmaculado señor de los dioses de ese momento, saca un carta de la manga y hace que se repita el tiro, el de gracia, para complacer al noble aficionado paga boleto y al pagano que logró entrar de gorra.
No cabe duda que es en estos espectáculos donde el mundo nos llega, no sólo a través de los cinco sentidos, sino en el tumulto incomprensible de las emociones colectivas.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA