La renuncia de la comisionada nacional de Búsqueda de Personas, Desaparecidas, Karla Quintana, es una manifestación de que el Estado abdica en su responsabilidad ante la crisis imparable de desaparecidos en el país. Los últimos gobiernos y el de López Obrador han incumplido como si nada pasara sus promesas con las víctimas para silenciar el fracaso en la peor tragedia en derechos humanos del país.
El Estado abandonó a las víctimas desde que dejó la búsqueda a los familiares, además sin protección alguna, expuestas a correr la misma suerte que sus desaparecidos. Pero la situación puede ser peor si ahora el gobierno pretende esfumar a los desaparecidos para borrar sus omisiones con la justificación de verificar el registro. A eso apunta la críptica expresión de Quintana sobre el “contexto actual” para explicar su dimisión. No ha dado sus razones, pero la salida ocurre luego de que el Presidente dudara del conteo a su cargo y ordenara un nuevo censo. La versión de que fue obligada a renunciar por Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, no hace sino aumentar sospechas y acusaciones.
El registro de desapariciones siempre ha sido un problema tan grande como hallar las fosas clandestinas, aunque sobresalen en todo el país. Fue una incógnita desde los primeros casos de la “guerra sucia” por buscar ocultar la realidad de desaparecidos políticos por la represión estatal, que ahora se busca develar con una comisión de la verdad. Después, el conteo se volvió mucho más complejo con la desaparición masiva de particulares en la “guerra contra el narco” por la corrupción policiaca y cárteles de la droga.
El manejo de la estadística es clave para las tentativas de desaparecer la verdad o justificar que algo hacen los gobiernos contra la violencia. Pero con los números de desaparecidos preferirían que no existieran, pues son la única constancia de un crimen entre la vida y la muerte que se comete sin dejar rastro, salvo el vacío de los familiares. “Ningún registro se borra”, sólo cambia de “desparecido a no localizado” o “localizado” cuando hay alguna prueba de vida, dice Encinas para rechazar la acusación de “maquillar” datos con el nuevo censo.
Sin embargo, ése es el primer escollo para la búsqueda de 110 mil 985 desaparecidos desde la primera en 1964, y desde entonces es el indicador más aterrador de la inseguridad en el país. De enorme impacto para las víctimas que desconocen el paradero de un familiar, y para todo el país porque es el signo visible de acontecimientos cuya dimensión se preferiría ignorar. Por eso la verificación del registro tampoco puede ser sólo ir a la casa de desaparecidos a ver si ya volvieron o criminalizar a las familias con la sospecha de ocultarlos por estar en el crimen.
En cierto modo, el número es la condena misma, incluso internacional, como el “43” de los estudiantes de Ayotzinapa. Por eso la primera lista de 26 mil desaparecidos de la “guerra contra el narco” de Calderón llegó casi subrepticia a su sucesor Peña Nieto, que la dio a conocer para evitar que ésta pasara a su haber. Y luego la 4T denunció la ausencia de registros y una real búsqueda para no pagar la factura de la “herencia más dolorosa” de la crisis de inseguridad.
Pero otra vez los números les juegan por igual una mala pasada y exhiben realidades que preferirían invisibilizar, a pesar de que con López Obrador se han dado los mayores avances con la creación del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y la reinstalación del Sistema Nacional de Búsqueda. Aunque las cifras más altas de los últimos tres gobiernos corresponden al suyo con más de 40 mil desaparecidos, contra 34 mil con Peña Nieto y 26 mil de Calderón, según el Registro Nacional.
La inconformidad de López Obrador con el registro es la frustración con sus propias cifras y la equiparación con el fracaso de sus antecesores en una crisis humanitaria que los iguala. Que trata de enterrarse en el cuestionamiento a la labor técnica de Quintana o del método para depurar el registro. El mayor disgusto es que el número muestra que los resultados son peores a los gobiernos anteriores. Y la mayor preocupación, que la herencia más dolorosa ahora pasará a su sucesor como en juicio testamentario sin fin, que esta vez podría quedar dentro de sus propias filas.
POR JOSÉ BUENDÍA HEGEWISCH