La campaña para la Presidencia ya arrancó. Esperemos que no sea otra de las convencionales que conocemos. Atrás están las escenas de la Revolución armada de hace un siglo con las que López Obrador viste sus mañaneras.
Tampoco el modelo bullanguero del PRI, que por décadas enteras señoreó la imagen nacional con movilizaciones de acarreadas y de artistas del momento.
Hoy al electorado no le convence esta forma de hacer política. Acude masivamente cuando la participación es libre y voluntaria.
El atuendo informal de todas las edades lo dice. Pero lo que más importa es que no está listo ni para atender a los profesionales de la política ni mucho menos para afiliarse a partidos que nadie controla ni rinden cuentas de resultados. El descrédito de la política es evidente.
Crece el peso de la sociedad civil. El incluyente ejercicio de la selección de la candidata del Frente Amplio por México fue prueba de lo anterior. La selección de la candidata de Morena marcó la clara diferencia.
La suma de fuerzas de tres partidos políticos que, diferentes en inspiración y varios aspectos de sus propuestas, proponen que, por primera vez, el gobierno se construya con un gabinete de coalición. La presencia en él de diversas procedencias es un paso hacia un tipo de gobernanza radicalmente diferente en sus efectos prácticos a los gobiernos que hemos conocido.
Para los partidos es un reto de capacidad negociadora y para la ciudadanía la apertura para una participación más amplia que nunca en la confección de programas locales y federales de gobierno. La gestión de López Obrador se acerca a su final. Los resultados son disparejos.
Al lado del acierto de haber constituido el ingreso universal y los diversos programas sociales que, por cierto, forman parte de las propuestas del PAN, es lamentable que no hayan apoyado, como constantemente se reclamó a industrias pequeñas y medianas que en estos momentos estarían sosteniendo una genuina independencia económica del país. Son numerosos los desaciertos y desperdicios.
Sobran quienes a lo largo de estos cinco años han reseñado en todo detalle el abandono de servicios asistenciales con el ingenuo pretexto de oficializar su administración, la militarización de infraestructuras y la secrecía ilegal de cifras para ocultar corrupciones, el desvirtuar la Guardia Nacional o el caos en libros de texto gratuitos.
Lo que más ha herido a la nación es el crecimiento de las mafias que dominan más de la mitad del territorio nacional, superando todo lo acontecido en los últimos tan criticados sexenios. Esto es lo que ha sucedió a lo largo del programa de acción López Obrador decidió e impuso y que condujo a México justamente a donde el pueblo menos quería llegar: dividido y víctima de desigualdades sociales.
El saldo de lo anterior es un país inferior en casi todos los niveles de desarrollo sanitario, educativo y de respeto a derechos humanos.
Las elecciones de 2024 han de poner fin a que se continúe arruinando instituciones necesarias para el desarrollo sólo para sustituirlas con ilógica centralización e ineptitud en una mediocre propuesta de inspiración pseudosocialista. Para muchos es seguro el triunfo de Morena y la árida figura de la que sería presidenta no anima ni a sus adeptos.
Su propuesta es continuar con los programas de ayuda social, siempre coincidentes con la delincuencia sin freno que se insiste, no sólo en no combatir sino consentir, ya lo enfatizó López Obrador hace unos días, con su increíble programa de abrazos.
Se argumenta que éstas no son realidades ni las sienten directamente las mayorías que llevaron al triunfo de 2018. Pero los mismos beneficiados por los programas sociales sufren los atracos al ser víctimas de agresiones, secuestros, extorsiones, impunidad para los que los atacan, incluso matan en sus lugares o vehículos de trabajo. La presteza con que López Obrador replica en sus mañaneras no cura sino desilusiona. Es aquí donde se estrella la insistencia en el triunfo inevitable de Morena.
En todo el mundo la intensidad de los problemas no resueltos está más allá de declaraciones de motivo o promesas sin posibilidad de cumplimiento. La gente no está en la disposición de dispensar más paciencia a los engaños de los que sólo están en la política como modus vivendi.
No hay tiempo que perder. La ciencia entrega nuevos horizontes de soluciones. Los recursos son cada vez más escasos y el crecimiento demográfico si bien nos rebasa, pone mayor número de personas capaces que se desperdician por pobreza e ignorancia. No hay espacio para retóricas antes normales.
Todo lo anterior apunta a que la comunicación al público se tiene que hacer directa y sucintamente expresando programas de acción.