Invariablemente se refiere a él como el licenciado Peña Nieto o presidente Peña Nieto. Para Andrés Manuel López Obrador el resto de los mandatarios de los últimos 30 años simplemente son Salinas, Zedillo, Fox o Calderón, y normalmente son invocados con algún adjetivo peyorativo. No así su inmediato antecesor.
La razón la ha explicado una y otra vez: “tengo que reconocer que el presidente Peña, a diferencia de los otros dos presidentes, no se metió, es decir, no aceptó hacer trampas y respetó la voluntad del pueblo de México, eso no lo voy a olvidar”, dijo el jueves en medio de los elogios vertidos al gobernador priista del Edomex, Alfredo del Mazo.
El problema es que sí decidió olvidar, por lo menos de cara a la tribuna o a los tribunales, las tropelías del gobierno más frívolo y corrupto de la época moderna.
La última administración priista fue la versión política más claramente organizada para expoliar al Estado en beneficio de una camarilla de empresarios y contratistas vinculados a los gobernantes. Y para muchos es evidente que la actitud “democrática” que López Obrador le reconoce a Peña Nieto, en realidad fue un ardid para evitar ser investigado o incriminado ante el inminente triunfo de la oposición.
La “heroicidad” que AMLO le atribuye al ahora residente en Madrid, parecería más el fruto de una infamia oportunista: facilitar la entrega del poder a cambio de salvar el pellejo.
Y por lo demás, aquello de que no se metió en las elecciones es debatible: su gobierno fincó responsabilidades penales durante la campaña a Ricardo Anaya, el principal rival de López Obrador, mediante un expediente sospechosamente revivido.
Me queda claro que el obradorismo habría vencido con o sin la intervención de Peña Nieto. Podría entender que, para un hombre como López Obrador, convencido de haber sido despojado injustamente de la presidencia doce años antes, o habiéndola perdido seis años más tarde en una campaña excesivamente dispareja por la acción de la maquinaria del dinero y la comunicación, resultó un alivio que, esta vez, el estado mexicano no actuara en su contra.
En su lógica, por la razón que haya sido, la actitud de Peña Nieto fue un factor, entre otros, para conseguir la enorme hazaña que llevó a Palacio Nacional a un gobierno del pueblo.
Y eso, a su parecer, es suficiente mérito. Y tampoco hay que ser injustos; tras la experiencia de 2006, el tabasqueño entendió que el sistema tenía que ser derrotado con sus propias reglas, le gustaran o no, porque en el fondo no había otras.
De allí su decisión de sumar todo lo que pudiera contribuir a la victoria, así fueran los típicos oportunistas dispuestos siempre a subirse al carro del triunfador.
Las alianzas con PVEM o el PES o personajes como Napito, líder de los mineros, o similares no estaban para despreciarse. Tampoco la inesperada complacencia del gobierno federal, que siempre había actuado en su contra.
Todo eso puede entenderse, aunque en ocasiones da la sensación de que al presidente se le pasa la mano en su reconocimiento. Una cosa es una suerte de perdón tácito frente a los pecados del pasado, otra es la alabanza o, peor aún, la recompensa, como en el caso de gobernadores priistas convertidos en embajadores de su gobierno.
La misma sensación me deja la actitud hacia Donald Trump, cuando el presidente López Obrador lo llamó amigo de los mexicanos, entre otros elogios, en su discurso de la Casa Blanca, en plena campaña de reelección del republicano o la evidente tardanza en reconocer su derrota.
Actuó como sí el país efectivamente le debiera algo por no haber cumplido sus amenazas absurdas. La actitud de López Obrador fue extraordinariamente prudente para llevar las cosas en paz con su furibundo colega.
Consiguió disuadir a Trump de intervenir militarmente en contra de los cárteles o declararlos terroristas, o de aplicar tarifas a productos mexicanos como presión para detener a los migrantes de Centroamérica.
Algo meritorio, sin duda. Pero eso no significa que debamos elogiar al matón por su generosidad al no cumplir la golpiza prometida. Una cosa es festejar el respeto mutuo y otra favorecer los bonos de Trump en términos políticos, porque todo eso puede sumar en su regreso a la Casa Blanca.
Hace unos días afirmó que él no tendría problema en declarar la guerra a México para intervenir en contra de los cárteles. En otros textos he señalado la preocupación de muchos sobre el “empoderamiento” del ejército en la administración pública que el gobierno ha promovido.
Y habría que reconocer, sí, la extraordinaria ayuda que los militares han otorgado a la 4T; buena parte de la obra pública construida por López Obrador se debe a ellos, y es comprensible su agradecimiento.
Pero, como en el caso de Peña Nieto, de los gobernadores priistas o de Trump, cabría preguntarse si tal agradecimiento debería tener tamaña recompensa. Construir un aeropuerto es una colaboración que no tendría que pagarse con la entrega de ese aeropuerto.
Era necesario ofrecer de manera irreversible cuotas en la administración pública tan amplias a los generales e incurrir en los riesgos que eso supone?
En fin, los méritos de López Obrador para hacer posible un giro de timón en la vida pública del país están a la vista; al menos para los muchos que coincidimos con sus banderas, más allá de los negros del arroz que inevitablemente se cometen al intentar tan ambiciosas metas.
Solo un hombre con su voluntad pudo poner en movimiento un cambio en favor de los desprotegidos en un país tan desigual como el nuestro. Abrió nuevos caminos a tirones y jalones, y las formas no fueron siempre tersas o aseadas.
Imposible saber si se habría logrado con otros modos, pero lo cierto es que, a su manera, lo consiguió. Sin embargo, no siempre la ventaja inmediata para López Obrador y su circunstancia es lo mejor para el país en lo mediato.
Olvidarse de la corrupción de gobernantes priistas, a cambio de favores de último momento, boicotea cualquier intento real de sanear la vida pública; el posible arribo de Trump a Washington no será bueno para México así sea amigo de AMLO y el peso del ejército en las comunicaciones, turismo, aduanas, seguridad pública quita el sueño.
Y sin embargo, habría que decir gracias a sus niveles de aprobación y la obra construida le está dejando a su relevo, Claudia Sheinbaum, condiciones más favorables de las que él tenía.
Si en efecto gana los comicios, esperamos que ella pueda empujar una agenda progresista con menos concesiones al México que intentamos dejar atrás.