Una y otra vez vuelvo aquí. Atraído por la fuerza enorme de energía descontrolada, hacia la intensa luz. Plasmado así en el lienzo, reconozco mis brazos abiertos, extendidos e infinitos. Con lo puesto me instalo sin preguntas, escojo los pinceles y voy dibujando, dibujándome.
Dibujo helechos que escurren por las paredes como pelo de la cara, me asomo a los colores de donde obtengo frases boca abajo, cristos, demonios. Es mi deber establecer la coartada sobre la manta, en el brumoso dominio de la espuma del dormido linaje de las olas.
Vuelvo a pintar a media noche. Desconozco la hora. Llueve en la orilla del pueblo entero, no recuerdo el rostro que pinto ni el puñal húmedo, ni el amor de su vida de quienes cantan. Aún hay tiempo de recoger los restos del combate sostenido en la sombra.
Pintar es mezclarse con mi Neanderthal, es conducir en estado de ebriedad encima de la superficie de fórmica, en la plancha de caoba, en el pasto sonriente de las manos que como dos adolescentes grafitean dioses en los muros de un puente.
Habrá que establecer la tinta entre la miel y la lluvia, sobre todo en la mesa de noviembre donde se cena estrellas. Todos los pensamientos me escucharon, no puedo cambiar de parecer, mantendré viva las palabras como racimos atados con alambre de púas.
Venir aquí es profilaxis, pintor que se tira de cabeza al fuego. Venir al pueblo de una sola calle para abrirme las puertas adelante de los días del próximo invierno. Estoy pintando. Apuro el café en la dudosa luz nocturna. Amago con la euforia del barranco para escurrir tinta, cavidades del espíritu.
Hice entonces mi habitación, después iré por el día como un peregrino absurdo. Todavía tengo tiempo antes de que enfríe la sopa y de que cambien la condición de las cosas.
Acudo ahora a un laberinto, de lejos es un círculo, un algoritmo, un fractal que se repite incesante. Construyo una manzana y delineó la onza sospechosa que ha de pervertirla, matará lo que ama para cumplir los designios del arte por el arte mismo.
Dos copas rebosantes esperaban este sueño, ame la hembra que sostuvo una de ellas en la nave que se aleja. Es un oleaje. Cosida a mi cabeza con la mano abierta la imagen aparece detenida en el marco de la puerta.
Pinto raíces, después la hojarasca moviéndose al arco de las luces. Hacia abajo y hacia arriba, en las costillas, en los omóplatos siento el corcel del cansancio. Mis manos que un día son aves, otro días son cuervos en la gramilla, por la parte trasera, justo por donde no tardan en pasar los transeúntes.
Intento tener hojas en el trampolín antes de lanzarme al vacío diciendo que concluí la obra. Intento un poco de pan para codearme con el mundo de los comenzales de las grandes ciudades. Sería todo.
Pintar no tendría gracia sin los carros pasando, sin el tren encima que tiembla en los brazos, sin los faros de niebla intermitentes que conducen a la fuga de matices, sin el grano de arena, sin ladrillos que recrean un falso peldaño.
La gracia recoge con humildad un espacio y lo coloca en un lugar pequeño, ahí se posa una mariposa indecible, el color azulado de la piel le delatará mañana entre el sonidero brutalmente urbano.
Cuando todo esto ya no exista y pasen los predicadores de biblia en las paredes blancas, llevaré colgado al cuello el viento de las risas, la imagen de las muchachas que nos vieron parados en los andamios.
En las murallas pinto estandartes del imperio, el destapado silencio al descubierto. El obsceno ojo ajeno que logró observar un desnudo, lo único real que pudo ver en mi galería, en mi versión del Guernica sobre nubes de polvo.
HASTA PRONTO.
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA