Las medidas draconianas del presidente de El Salvador Nayib Bukele han sorprendido a la opinión mundial por su severidad.
Miles de miembros de los Mara Salvatrucha han sido apresados y embarcados a los centros de readaptación, uno de los cuales fue diseñado para retener a miles de criminales.
La política inflexible de Bukele, hijo de un millonario musulmán, ha devuelto la paz a las calles de la capital y otras ciudades de ese país de 6 millones de habitantes, uno de los mayores de Centroamérica, que hace más de dos siglos fue parte del Imperio Mexicano de Agustín de Iturbide.
La crudeza de la televisión que transmite imágenes de miles de presos semidesnudos, extensamente tatuados y encadenados en los tobillos, suscita la vehemente y generalizada desaprobación de muchas agrupaciones defensoras de derechos humanos. Los hechos, sin embargo, son claros.
Los salvadoreños sólo conocían la criminalidad de las mafias que por igual asolaba a campesinos, trabajadores, estudiantes y empresarios.
Los sucesivos gobiernos no pudieron, o quizás tampoco quisieron, acabar con la terrible y agobiante situación. Bukele ha hecho realidad su principal promesa de campaña.
Desde el inicio de su presidencia, en 2020, puso un alto total al terror de los Maras. Como resultado, ahora en enero, obtuvo el apoyo de 97% en las elecciones presidenciales.
La acción militar librada por el presidente contra el crimen es una verdadera guerra. La clásica doctrina de la ‘guerra justa’ viene a cuento y su justificación se basa, en primer lugar, por tener una causa generalmente reconocida como correcta. No puede ser una guerra de agresión, sino siempre defensiva, tenerse por último recurso.
Se emprende con la intención de reparar un mal o una injusticia y ha de ser declarada por una autoridad competente.
La guerra justa debe guardar proporción entre su fin y los medios para lograrlo. Ha de plegarse al derecho humanitario, esto es, respetar todos los códigos referidos a inmunidad de la población civil, trato humano a prisioneros.
El histórico concepto de la ‘guerra justa’ lo encontramos en la Política de Aristóteles.
Los métodos militares usados por el gobierno de Bukele han sido criticados por las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Aquí en México se viven situaciones de inseguridad y desorden.
Olas de violencia que se da prácticamente en todo el país en que se suceden homicidios, secuestros y extorsiones perpetrados por la delincuencia organizada. La descomposición social envuelve dicho fenómeno: familias torturadas y asesinadas, negocios y transportes desarticulados, cobros de derecho de piso a agricultores y comerciantes, saqueos, atracos y tráfico de personas, incluyendo el inicuo reclutamiento de migrantes, todo ello envuelto en el temor y el miedo.
Una de las facetas para resolver este problema es el método Vipassana, que ha tenido mucho éxito en varios países de Asia.
Se trata de una meditación colectiva que incluye un silencio total durante más de 10 días y al final de esta introspección individual se cambia la psiquis de los individuos y los conduce al arrepentimiento.
Los beneficios de la meditación Vipassana son inmediatos, observables y significativos, como producto de los altos niveles de exigencia, compromiso y riguroso esfuerzo que los internos asumen en el desafío de aprender y practicar esta milenaria técnica de meditación.
El presidente Bukele ha dado el primer paso para cumplir su promesa con la vejada sociedad salvadoreña. Faltan otros dos para completar su propósito y darle sentido a lo hecho: transformar a los cientos de delincuentes capturados en ciudadanos libres y valiosos, provechosos y productivos.
El programa de gobierno de Bukele no debe quedarse en su etapa inicial de sólo limpiar a El Salvador de la inseguridad y el terror. En su reelección, tiene que ir más allá y no sólo encarcelar de por vida a los delincuentes.
Cabe ahora pensar que su gobierno entra a una segunda etapa, buscando la mejora de la economía para poder dotar a los salvadoreños de una mejor calidad de vida con justicia social.