La lectura es uno de los grandes placeres de la vida. Algún día me casaré con una enciclopedia en cualquier biblioteca.
En la galería de palabras legibles escojo una y la desgrano. Es suficiente, con ella podría escribir un libro. En el ancho mundo, por lado y lado, en las paredes lloviznadas de febrero enloqueció un hombre como yo. Otro escribe esto por despecho.
Y esa hermosa quietud del espíritu que se detiene a leer al borde del camino- mientras el fuego arrasa el interior y explota en el ser- trasfiere luz, calma, cielos estrellados y lluvia ligera al alma.
El lector se enfrenta a sus propias palabras, signos y significados en abundancia. La lectura lee sino la vida. El caminante leyendo recoge escombros y construye edificios en la periferia de las ciudades.
Las palabras desatan tempestades en el desierto y sorprende al aceta, al gambusino y al nómada, las letras corren como ríos rumbo al océano de la memoria tangible vuelta libro o espacio virtual en millones de gigas. La parte del olvido se guarda en Ia inteligencia artificial para después objetar que existimos.
Los lectores viven en barriles como Diógenes de Sinope, escriben en la mano que les queda libre y no anotan su nombre, nadie sabe quien escribe esas barbaridades incomprensibles, el poeta lee sus propias palabras. Una palabra sostiene una querella hasta el juicio final de los contendientes. El hombre habita sus palabras y las defiende con uñas y dientes.
Al sumergirme en el libro el descubrimiento es constante, nada más iluminador de los misterios, nada más penetrante para mi mirada de ciego. Con sencillez ocupo un leve momento del escenario, el público no me ha visto y leo en voz baja con distracciones justas para ir por un vaso de agua.
El párrafo que ahora leo será irreconocible mañana, separados por el tiempo, lo que escriba tendrá dejos de aquella inconsciencia. A partir de la lectura dejo objetos sin salida, leer es una pequeña cárcel que si sales te libera sólo si logras tu libertad causional. Entre el tumulto aun hay gente atrapada en las lecturas de Shakespeare y en las historietas de Mickey Mouse.
Cuando leo escribo, repaso las sílabas asentadas y enfáticas como lobos en la pradera repleta de baladas. Un disparo en el silencio me hace creer que es cierto, luego el silencio me culpa y me hace pequeño para ir al baño a consultar el Google.
Lo que leí en la calle parece a lo escrito en el libro, pero no es lo mismo. Cuando leo me aproximo a los callejones sin salida, a los pasillos de la biblioteca repleta de voces de mi inocencia.
La calle es un libro que solemos leer entre todos, enfrente del almacén hay una tienda de regalos, un banco con una señora vendiendo churros afuera. Los papeles disolviéndose en un recipiente de basura nos gritan. Dos mujeres narran en la cafetería de la cuadra fragmentos de su leyenda.
Así comienza otra historia, no puedo esperar más para leer a Baudeliere, Coleridge o Mallarmé, cuyos parásitos metafísicos rondan el mundillo literario, cuando para los poetas antiguos la revelación y la inspiración eran algo natural.
El tiempo que me toca vivir me dio la necesidad de reflexionar lo leído, ojalá no fuese así para leer de corrido. No puedo inclinarme para hacer reverencia a todas las palabras juntas; de una por una constituyen el largo viaje que disipa mis dudas.
Sin embargo todo postula para ser leído como visión de mundo, es cósmico lo que aún no existe como lo que es anacrónico. Miro con respeto los libros nunca leídos en lo alto de la estantería, tal como me miro al espejo en la cima de una montaña metafórica.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA