Trato de subsistir bajo el regalo de plata que es la luna. Sobrevivo a las miradas, a una sonrisa en cada ventana, al trino de aves, al sonido de un columpio en el parque.
Pienso en mi, en mi tiempo, en los acantilados de mi cuerpo, en mis ojos agazapados como un gato.
Fácilmente con todo lo que vivo, metido en mi existencia, toco el arpa de mis costillas, boca a boca desgajo los labios para sembrar el ritmo de mis latidos. Estiro los músculos y arrojo una piedra imaginaria y entro al cuerpo, el mundo se ha movido al oeste y voy en sentido contrario.
Respiro aquí, estoy en el oxígeno. El viaje ha sido largo y he caminado toda la vida para decirlo. Levanto la cara para tomar una bocanada de aire como si fuese la última que va pasando.
Respondo al cuestionario constante de la existencia mientras peino mi cabello. Quien despertó fui yo después del silencio, ni siquiera sé en qué océano de posibilidades estoy, flotando en el mismo dibujo.
De isla en isla recorro el día con una taza de café sin preguntar, deseo ver el momento justo en que nacen las cosas, la chispa que engendra la idea y que luego en una mesa instala el taller por donde el sol sale.
Todos se han levantado como se levanta uno, ahí están los restos de la fotografía de ayer, andamos igual por el simple suelo, el que quiere puede verlo, todo ocurre a la luz de los ojos. Más allá de lo que se alcanza a ver, otros hacen lo mismo que nosotros.
Desde temprano me hablo hasta ya oscura la tarde. Lo que hago lleva un monólogo en el instructivo, una canción lejana, un ínter con sonido de motor, un poco de batería de cocina y ninguna voz que calle a la otra.
En los alrededores está lo más recurrente, dos o tres objetos extra y todo lo que he querido cambiar incluyéndome. Ha sido muy perseverante el tiempo sobre el cuaderno y después en tablet qué otras cosas ocurrieron y miles de vueltas dio el cuerpo sobre si mismo antes de caer al precipicio.
El murmullo se expresa y todo el mundo desea decir algo, se escucha una parte de las palabras junto a un grillo. En una esquina de la cuadra estoy atando cabos: qué ruido con cuál música, qué canción, qué cantante de banqueta, qué silbido, luego unos pasos junto a otros conversan sin precaución.
Siempre hay sucesos inesperados, lugares inexpugnables, hechos inexplicables, sitios inéditos, ruidos nuevos y anónimos, rostros desconocidos, momentos insuperables, y todo es un caos, decadencia que al paso va dejando su huella. Es puro trabajo.
El cuerpo no descansa, no se rinde, no da tregua, no hay permisos para no ir al baño, el cuerpo no perdona, no ignora, no sabe que sabe, no sabe si duerme. Los objetos esperan salir a la rutina, un millón de hojas fueron leídos para el caso, la primera palabra se empuja desde un millón de otras y callo para apreciar el escenario del silencio.
Andamos con lo que sabemos, no nos entenderíamos de otra manera, uno inventó el tornillo y otro la manera de aflojarlo. Lo primero que se escucha provoca una reacción en el mundo, se ha caído un trasto, otro aclara que fue un bote que patearon afuera, cada uno se va especializando en sus verdades y una que otra mentira.
Elegí mi cara entre un millón de espejos. Entre mil colores elegí mis labios para expresarme, sé por la mirada quién se acerca, en mis manos están mis dedos atrapados con un saludo y mis pies no pueden evitar mi paso largo, mis brazos en los hombros no siempre son abrazos. Con eso sobrevivo.
Ha pasado una hora desde hace rato en que empecé a ver lo que rodea el espejo retrovisor. He limpiado una mancha que impedía el reflejo, de a poco la ciudad queda lejos pero aún bajo el faro de luna, veo chispas de luz caer del incipiente aguacero y es el viento el que me hace cerrar la ventana del vehículo sin pensar en ello.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA