Y toqué con mis manos el olvido y era rispido. Olía a incienso y naftalina. Dejé pasar la corriente de aire que pronto invadió la casa de huéspedes, los sitios que yo escogí para quedarme. Dejé salir a mi otro yo a desahogarse.
La memoria hizo un hueco en el estómago como cuando uno tiene hambre. La tuve, pero en el trayecto a esta noción de escribir, la fui olvidando. Un recuerdo de niño es lo último que optó por quedarse conmigo, pero la sola existencia se hizo cargo de extinguir lo propio y el acelerado proceso del tiempo único.
Construí en las paredes de la casa los gritos y ligeros juegos corriendo siempre, de otro que no fui yo, nunca yo, siempre ese otro detrás de los muebles, asomado al barrio de la cocina y del comedor, abajo donde dormí muchas veces.
Los pensamientos sobre el recodo de la mesa, luego en Ia perilla de la puerta siempre abierta, un sonido lejano, tal vez ahora inexistente, dejó el recado una vez dicho también en el olvido. Estoy mirando la calle infinita, acaso el mundo que no termina.
¿En qué momento me hice grande con los sueños intactos? Hubiera querido romper la botella en aquel bar, dejar que lloviera y salir así a mojar aquella tarde de mi primer poema imposible.
Enjuagué el rostro y lo vi al espejo fantasmagórico, alérgico a lo bello, retorcido como el bigote, arrastrado por las mudanzas, estrellado y salvado por último junto a mi en el azoro de mis gestos. ¿A qué horas servirán los platillos, los preferidos en casa, quién anda ahí a estas horas de la mañana ciega y sin luces que no sea mi otredad en cueros?
Con todo y una camisa cuadrada, alguien podría verme si se asoma a mi vida, detrás del corredor que da a la puerta del patio, estoy sentado y leo un poco a los náufragos, a los escritores sobrevivientes de mi estirpe. Estoy un poco cansado de los brazos que un día abrazaron con fuerza hasta doler.
Estiré el brazo y encontré la otra orilla de la cama, el borde del pasto, listo para saltar de la avioneta de juguete que alzaba un vuelo inedito e imposible. Desde la almohada dirigí la procesión de los despiertos, éramos dos conmigo en la esquina donde se separa el que soy del que sueño que soy.
Sé que no será la última vez que nos veamos aun siendo difícil. Estudie mil formas para este reencuentro antes de poner los pies en el piso y huir como siempre de mi mismo, sin resultados.
Ensayé caer de la cama sonriente, abrazándome y sin soltarme desaparecí muchas veces pensadas. Tengo que recuperar los huesos y la carne que falta en los huecos cuando me marcho y ese otro se queda a cuidar mi gato. En mi libre albedrío debo decirle que abandone mi hogar, mi oficio de lector, mis ocurrencias y mi camisa de fuerza, pero es inútil, no hay explicación para eso.
Uno de los dos, siendo yo, es más rápido, más listo, no lee mucho, duerme despierto y le gustan los gatos negros. Tuvimos las mismas novias y los propios desencuentros y contradicciones. A mi no me ladran los perros, a mi otro yo le muerden las pantorrillas. Yo soy la imagen, el otro es mi energía.
Las mismas ideas suicidas pudieron hacer que nos acribillásemos el uno al otro, y aun cuando motivos no faltaron, no lo hicimos. Eso tiene de bueno mi compañero, el del espejo roto que de pronto parece olvido y de repente sale a flote.
Tengo que recordar las promesas, los días con fecha y hora precisas, la cita aquella, el dinero necesario para salir a cenar un día de estos en que esté dispuesto a consentir al otro que soy. Siempre escapando del otro que no he sido.
Más bien soy antinomia en pugna, una mención del maestro Paz: ” Vida y muerte es una reconciliación de los contrarios. Vida y muerte, es un solo instante de incandescencia”.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA