La casa es covacha hecha en la mano en un lugar de la piedra oxidada, reten de hilos, proliferación de palabras. La casa es un nido de pájaros extraños y en el cielo tan corto retacha el vuelo de los sueños y cae a una mesa hervida en el café, soplada por el cierzo de un arrepentimiento.
La casa es botella vacía, adentro surgen fantasmas que venden fulgores de fuego, cadenas perpetuas, sonrisas de un perro que sale corriendo. La casa es ausencia, locura de todos dando vueltas adentro, la casa se llueve, se asoma como si fuese una tarde, una broma gris en el cielo.
La casa tiene un día con las mañanas de café y las manos que emprenden un pequeño viaje, con su tarde en Ia ventana, la noche cuando todos duermen y sueñan. Despiertan y ven los muebles aún dormidos, todos lo saben. Hay que usarlos de nuevo para romper los muros de un día para otro, para despegarse del gato, de la alfombra rota que tirita su obra póstuma.
La casa, cueva del último indio que se quedó dormido, aquí estoy, no me despierten, hagan como si no me vieron abrir la puerta de la noche. A cada instante el curso de los acontecimientos distribuye la existencia de los libros en la alasena, las palabras que se hablan unas a otras y los orificios que filtran a distancia el vecindario.
En el momento preciso cuando todos esperan, la casa vacía descuelga su techo, se abre el cielo de un hoyo, entra el huracán y corren todos a ver el agua penetrar por los años, por los esfuerzos rotos.
El cuerpo es la casa de un desconocido que nos anda buscando. La casa es el cuerpo a la vez de la sombra que se ha quedado, el dibujo del tiempo, el único momento en que se ve el silencio.
Gracias al techo reconozco que es una casa y no una cueva de murciélagos. Las conjeturas de entrar y salir a cada rato mientras puedes, tiene una puerta como una toma y una puesta del sol de boca abierta, por si un poco de aire, por si algo de lluvia escoltada por el ruido del techo de lámina.
La medida de la casa es de la mano al cemento, del concreto gris del cerebro que hace un ojal por donde se abotona la vida, la calle pasa a cada rato por un lado, se escucha el brebaje bebido atrás de las cortinas, el loco paso de los muertos, la desvencijada idea de la eternidad hecha un retazo.
El patio se asoma por un agujero, están todos, la cerca de palos, el libro todavía paisaje en medio del tendedero. El olor del pan es largo como una camisa colgada, el frío apenas se percibe como una añoranza en los pantalones que se arrastran por el sueño no soñado por un ser humano.
Es una cascara la casa, una naranja que ha dejado la nostalgia, el jugo amoratado de la cara, una sonrisa es pues, la tarde, la mujer, el simple paso de un gato, el aleteo de las manecillas, y de pronto el hueco mudo y llano de mi mano.
La casa es la casa del padre, del hijo y del espíritu santo envueltos en barro. Una sola espera cobija la solera, un solo quebranto ha doblado las cortinas, esto es el límite, el resto es banqueta, paso de transeúnte eléctrico.
La casa se hunde en un barco, es una escopeta bajo el agua, es una esperanza disparada a larga distancia, Extremadura, extremaunción del alma.
La muerte lleva una casa en la espalda, la vida se fue con ella, la muerte es la vida, la casa sola es también una réplica de muros y bloques, de arcilla comida. Desde la cimbra, el hueso sabe a casa, se nota la pradera por la madera de las terrazas, se escucha todavía el viento pasar por la memoria tibia de los veranos.
Alrededor de las hormigas hay tiempo para subirse a un árbol. La casa del árbol imaginario con merecida agonía, el proceso del polvo, las cumplidas telarañas como parte de la trama de cualquier día.
HASTA PRONTO
Por. Rigoberto Hernández Guevara