Escribir es un reino caído, un intento por tocar, oler la tinta digital, aspirar el combate en un retén a las afueras del pueblo. Es también decir algo en un tiempo en que los hechos vueltos letras intentan, sin lograr, construir una relación entre la palabra y un paisaje, por más que se trate de la charla en una plaza.
Escribir es terquedad por continuar en el paraíso siendo infierno y al revés sólo por fastidiar al ingenuo transeúnte del texto que se resume más creativo que real. Escribir es en el reino animal, el usurpador que se explica en metáforas.
Escribir es inteligencia, pizarrón, teorema, es una voz, un perfil, una sombra impuntual. Escribir es rotación de espejos, pues ante miles de escuchas y miles de voces juntas, el cerebro elige la palabra única para burlar la vigilancia y encontrar la salida decorosa.
Con la tinta filosa, allanada a la vuelta de una casa, se empieza. Papelcr tinta, volátil, tierra debajo de la tierra es la escritura. Sin embargo hay que entrar- con Adriano el de Margarite Yourcenar- con los ojos abiertos.
El final del túnel no era luz sino una braza que quemó tu mano. Después de la media noche hiciste un café hervido en medio de la oscuridad espantosa. Encendiste la luz y la oscuridad persistió hasta el final.
Es curiosa la noche ahora que lo recuerdas. Nunca le tuviste miedo, que dijeras miedo a las tinieblas. Y vaya que la palabra es canija. La cultura acaso es un don de ojos nocturnos, lámparas negras detrás de los párpados vivos por sí mismos. La respiración cuando la pienso pesa como un gato que recita la canción de los peces.
Pero la noche es una ola inmensa bajo la luna. Son muchos millones de pesos, son un recuerdo muy adentro, el camino ancho, luego angosto, se convierte en el último túnel antes del punto. Y sin embargo nadie se va para siempre, escritor y lector siguen ahí aterrados días después de dar vueltas al planeta del teclado electrónico.
Miles de habitantes de este país esperarían el momento para olvidar sus penas y algunos se formarían para hacer sus trámites. Obviamente habría un plazo de vencimiento, como si fuese muy importante. Qué tontería.
La vida no tiene remedio en la noche. Está muy oscuro, se palpa apenas, se vislumbra el gato pasando. La circulación dolorosa de los ojos no sirve de nada, no sirve la nada, no nada en el agua. El abanico mueve las hojas, y las paredes de la casa escrita dan a conocer los personajes que sustentan y validan ante el lector su inútil existencia.
La comunidad son ventanas encendidas, una forma de alocución entre los ocupantes, eso de encender la luz y apagarla al mismo tiempo es apagar la noche. Ya todos se aprendieron de memoria el silabario sin salir del aula, nadie había llevado la tarea el único día que faltó la maestra. Así son los textos de imprescindibles. Por suerte uno de todos cantó y nos han reprobado a todos, somos los escribidores de esto y de lo otro.
Escribir es hace un rato de acontecimientos, un siglo después, cien años son nada, nos espera el texto luego del imperio, del impacto de un asteroide todavía con lágrimas en las flores y vuelos de pájaros en el cielo.
El lenguaje es fuego molido para el invierno, escribo desde una guerra civil conmigo mismo. Ni siquiera es una carta íntima de la vida pública, a estas horas es más caro el mensajero por Didi, lloviendo sube la tarifa del Uber en el lenguaje nuestro expresado en verso.
A media calle un profeta avanza entre los carros hablando de la palabra de Dios. Se escucha raro entre el trajinar confuso, desafinado y sin ritmo. La sola presencia de la noche es una invitación a la casa mientras va pasando un tráiler.
En otros temas. Me reporto desde los ojos. No tengo otra manera de ver la soledad, esa que se escucha, que se observa en la intensidad de un claxon que se escucha cada 60 segundos.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA