Busco los zapatos descascarados debajo de la cama, y escucho afuera el ladrido del perro amanecido.
Dejé cerca el interruptor. Así que nomás de estirar la mano y hágase la luz hermano. La noche fue un voladero infinito perdido ahora en la memoria. Y nunca encontré la pluma para escribir la idea que ya olvidé, por lo cual ahora escribo esto con tiza en el suelo, mi suelo de huellas, pequeñas huellas de pisadas, tortolitas del patio.
Es la calle de tierra en la colonia Bethel por donde entra el polvo. Suelo pisoteado de agujero, de llano, defecado, enmontado, suelo de soledad rulfiano. Aún hay vestigios de un campo de tiro que fue de los ricos.
Los habitantes construyeron sus casas de lámina a dos aguas. Afuera juegan los años mientras amplían los cuartos, se duermen en la terraza y miran la luna toda las noches. Eso sí, cuando llueve un viejo arroyo retoma su cauce. Se atraganta en las casas.
Dejé la mirada en la penumbra en el suelo del terreno baldío caminando entre la bruma de aquella cuadra. Hay gente sentada en los catres. Desde adentro se asoman dos sartenes azules, la pata de una cama de fierro, enceres del hogar que comienzan a tener sentido. Y aquella humareda.
Tampoco era muy lejos aquel lejos, era digamos la mosca en el aire, la ropa en el tendedero ajeno, el perico ruidoso del vecino, y mirando siempre al alba el viejo e invencible encino que luego derribaron. Dos chavos en bermudas cruzan ese pequeño pantano que dejó la reciente lluvia a salto de ranas.
Yo me apuré porque nunca aprendí a caminar recio cuesta arriba. Siempre fui a rastras de mi padre. Confié en que era verdad esa cercanía, “está cerca la ciudad mijo, de aquí se mira toda”, me dijo un día mi padre para consolarme, mientras yo ignoraba si iba o no a ir a la escuela.
Por ese tiempo inventé si acaso bizquear los ojos para doblar las esquinas, pegarme a las puertas, asomarme a los rostros en los días revueltos. Correr descalzo por la banqueta, entre piedras calientes y vidrios de caguamas.
Yo andaba descalzo y quebraba las plantas, los artefactos, lo que cayera de plano, iba y venía corriendo con doña Chelo, la de la tienda y regresaba por donde no había perro y que aparte pasaran los años.
Escribo con tiza en la ocurrencia de esta lejanía, estiro la mano y no encontré tampoco el libro de cabecera, ni las voces sobre las verjas, pero ahí estaba la patria ondeando en la bandera de la escuela.
Y son ruinas que nunca ves, zapatos que no son tuyos, camisetas que otros sudaron, sin que se extrañe la pobreza, porque cuando se es siempre pobre uno ya sabe, sabe uno ya todo. Sabe que lo que se hace se paga, que todos los caminos conducen a Roma, y que no por mucho madrugar amanece más temprano.
Te conviertes en sabio patriarca de atizar leños y eres de a poco aquel al que van a ver para saber cómo era el siglo pasado. Y no te acuerdas.
Anoche en lo que dormía recordé que no apagué el foco de la cocina. Usted lo sabría si se hubiera asomado por la ventana a ver ese inframundo que es mi casa, colgado en la pared el inevitable almanaque del tiempo. Usted mejor que yo lo sabe. Usted señora debiera darse una vueltecita para que haga el aseo de mi casa, si es que a esto se le puede llamar casa. No me diga que no puede. Y no se lo ocurra tirar todo lo que no sirva porque me deja sin muebles.
Hoy fue otro día en los silbatos de trenes vacíos que vemos pasar allá abajo, cruzando postes de sombras por la noche en la ciudad interminable. Es bonito ver las luces mercuriales de Victoria que centellean como una réplica esporádica del cielo. Las señoras se aconsejan en las calles oscurecidas, y se van a sus casas.
HASTA PRONTO
POR RIGOBERTO HERNÁNDEZ GUEVARA