De lo dicho por la flamante presidenta (así prefiere ser llamada), se desprende que no se trata de un cambio radical sino de una continuidad en los propósitos básicos de la anterior administración.
Pero las formas cuentan y un nuevo tono más ágil, más basado en hechos, más orientado a despertar reflexión y menos emocional, dirigido a un público más amplio, incluidas las clases medias es, en principio, refrescante.
Para darse idea de lo substancial conviene empezar por revisar los 100 compromisos de la nueva administración. Un esfuerzo de lectura que abre espacio a la imaginación y a una reflexión colectiva sobre prioridades y, de gran importancia sobre la manera en que habrán de instrumentarse.
Eso porque en ocasiones los mejores y más grandes objetivos pueden, si son mal instrumentados, ser ejemplos de fracaso. Vienen a la mente no solo algunos grandes proyectos de inversión sino estrategias de política como el combate a la corrupción basado en la selección de funcionarios honestos y no en el fortalecimiento del entramado institucional.
A la hora de la hora la fidelidad política, la amistad o la familiaridad palpables terminan substituyendo la certeza de la honestidad y como caras vemos y corazones no sabemos, la estrategia tiene resultados muy dudosos.
Sobre todo si la lucha contra la corrupción se politiza en extremo y todos los que están de un lado son por definición honestos y los otros, por deducción son enemigos corruptos.
Priorizar a los pobres y más vulnerables fue un gran acierto que respondió al sentir mayoritario. Las transferencias sociales elevaron los niveles de consumo y bienestar, pero tuvieron dos importantes costos ocultos.
Uno fue reorientar el consumo popular en favor de las grandes cadenas comerciales y las importaciones abaratadas por un peso fortalecido en exceso. Lo segundo fue que al sacrificar funciones y programas de ejecución directa (digamos substituir una guardería por darle dinero a los abuelos) se perdió la posibilidad de promover la cohesión social.
Se creo de hecho un vacío organizativo en el que pudieron avanzar sin obstáculos las organizaciones ilegales. Buena parte de las 100 promesas de Sheinbaum son de programas sociales de ejecución directa que requerirán un ejercicio de corresponsabilidad donde la población y el gobierno trabajen de la mano para enfrentar desafíos comunes.
Propone, por ejemplo, estrategias comunitarias de atención a la alimentación, a la activación física, a la prevención de adicciones y la detección y a la atención primaria a la salud, entre otras. Otros son el nuevo programa Cosechando Soberanía, con asistencia agroecológica, financiamiento, sanidad vegetal y animal para pequeños productores; Alimentación para el Bienestar, que reactivará la red de tiendas de abasto básico; o la movilización comunitaria para el programa de caminos artesanales. No son los únicos, pero son buenos ejemplos de un nuevo tipo de propuestas de acción directa.
Con este tipo de programas, abatidos en la pasada administración, la construcción de confianza entre el Estado y los ciudadanos tendrá que basarse menos en el magnetismo personal de un líder carismático y más, y deberá sustentarse ahora en la participación social organizada.
El simple reparto de dinero en efectivo a grupos vulnerables tuvo un importante impacto positivo en disminución de pobreza.
No obstante, a más de orientar el consumo a la producción globalizada, tuvo otro efecto secundario relevante: deterioró las organizaciones sociales locales, comunitarias y regionales anteriormente vinculadas a los programas de ejecución directa. Parte del argumento para eliminar esos programas fue que las organizaciones sociales “intermediarias” eran corruptas.
De ese modo el combate a la corrupción tuvo en la práctica un componente de rompimiento a la convivencia previa, con sus defectos y sus virtudes.
Cuando los beneficiarios de los programas sociales tienen voz en su diseño y ejecución, los resultados son más sostenibles y se genera un sentido de propiedad en las soluciones implementadas.
Esto, a su vez, fomenta un empoderamiento que permite a las comunidades superar la dependencia a largo plazo de las ayudas gubernamentales, generando capacidades propias y fortaleciendo el tejido social. Este último punto es fundamental; los programas en los que la comunidad se organiza y se moviliza en torno a un objetivo compartido con el Estado tienen como impacto secundario el fortalecimiento de la construcción de capacidades para llevar adelante otras tareas en un ejercicio de fortalecimiento democrático y de alianza con el sector público. Este debe ser un tema fundamental en el funcionamiento del segundo piso.
En el diseño institucional existente destaca un instrumental menospreciado por las anteriores administraciones que debe recuperarse en todo su potencial. Se trata de la Contraloría Social como el mecanismo de los beneficiarios organizados para verificar el cumplimiento de las metas y la correcta aplicación de los recursos públicos asignados a los programas de desarrollo social (Ley General de Desarrollo Social, art. 69).
El marco legal obliga a los programas sociales a promover la organización social con la cual deberán concurrir para el cumplimiento de sus objetivos. Sin embargo, cuando en su quinto informe de gobierno Peña Nieto declara que se habían registrado 321 mil 826 Comités de Contraloría Social lo que de hecho dice es que se pulverizó la representación social al grado de hacerla irrelevante.
Lo mismo ocurre posteriormente cuando SEGALMEX desconoce a la organización nacional de los operadores de las tiendas Diconsa, elegidos por sus comunidades y anuncia que creó 24 mil Comités de Contraloría Social, uno por tienda y cada uno incapaz de hacerse oír.
La Contraloría Social debe ser el mecanismo institucional que cobije a las formas de representación nueva o tradicionales, comunitarias, regionales y nacionales, que puedan expresar sus intereses amplios y participar en el diseño, acompañamiento y evaluación de los programas sociales.
Escuchar a las organizaciones sociales de base puede causar irritación a los funcionarios públicos; pero su efecto positivo en eficacia y en evitar defectos ocultos da un enorme potencial de fortalecimiento de la capacidad de gobernar y beneficiarnos todos.