El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) han dado a conocer las estimaciones de pobreza multidimensional en que viven las niñas, niños y adolescentes en nuestro país.
Los resultados que dan a conocer estos organismos son coincidentes con los publicados por el PUED-UNAM en el Índice de los Derechos de la Niñez Mexicana; en ambos casos la realidad que se muestra es atroz: en las últimas décadas, al menos la mitad de las niñas, niños y adolescentes que habitan en el país han sido las y los pobres entre los pobres.
A lo anterior debe agregarse que también son las víctimas en mayores condiciones de indefensión y que los crímenes que se cometen en su contra se ubican en el terreno tanto de lo indecible como de lo impensable. Y esto ocurre todos los días, a toda hora, ante la mirada indolente de una sociedad que no es capaz de proteger a sus integrantes más pequeños y frágiles.
Un país donde la mitad de su población infantil y adolescente vive en condiciones de pobreza, y donde al menos un tercio más vive con alguna o varias carencias, lo cual constituye un fracaso ético que no sólo debe ser criticado, sino transformado radicalmente de la manera más rápida posible.
Los dos textos referidos son un llamado de atención para, en primer lugar, darle visibilidad a la agenda más urgente que tiene nuestro país en lo social y, en segundo término, para exigir a la autoridad que actúe con el sentido de la urgencia a que convoca está terrible e inaceptable realidad que no sólo cuesta vidas, sino que también perpetúa de forma estructural las más profundas desigualdades y brechas que excluyen a millones de condiciones adecuadas de vida, consideradas bajo los estándares más amplios, implícitos en el articulado constitucional relativo a los derechos humanos.
Garantizar que ninguna niña o niño se quede atrás en oportunidades y capacidades para el desarrollo debe ser, sin duda alguna, el imperativo ético de nuestro tiempo. Y eso significa la garantía plena del derecho de prioridad que tienen las infancias, y con ello hacer justicia a quienes no la han tenido y que, cuando dejan de ser niños, son portadoras y portadores de huellas indelebles de violencia, carencias, exclusiones y discriminaciones terribles en todos los casos.
Es inaceptable que en nuestro país, del que se presume que es ya la 12ª economía del mundo, siga habiendo tres millones de niñas, niños y adolescentes que trabajan, casi la misma cantidad que no asiste a la escuela, aparte de más de un millón que padecen hambre, pues no comen durante todo el día o comen sólo una vez al día; donde impunemente miles de adolescentes son reclutados por el crimen organizado y donde las tragedias y calamidades se acumulan cotidianamente sin que haya una respuesta legal e institucional con la fuerza y contundencia que la realidad exige.
Debe insistirse en el hecho innegable de que la pobreza infantil perpetúa la desigualdad intergeneracional y limita las posibilidades de desarrollo pleno para estas generaciones. La mayor incidencia de pobreza extrema entre hablantes de lenguas indígenas (50.2%) subraya la marginación de ciertos grupos, exacerbando desigualdades culturales y económicas históricas.
Este contexto evidencia que los programas sociales existentes no son suficientes para garantizar el acceso equitativo a oportunidades básicas. Esta situación no sólo pone en riesgo su desarrollo físico, sino también su bienestar emocional, violando su derecho a una vida digna y saludable.
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En términos éticos, las cifras reveladas demandan una reflexión urgente sobre el tipo de sociedad que se está construyendo. No atender estas problemáticas perpetúa ciclos de exclusión y sufrimiento para millones de niñas y niños, comprometiendo el futuro del país y vulnerando los principios básicos de justicia y equidad social, los cuales se han incumplido y violado de manera sistemática y estructural. Realidad de la cual sólo podremos salir si somos capaces de construir un nuevo curso de desarrollo.
POR MARIO LUIS FUENTES